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Chiara le tien
de una carta a Quisque. A Quisque, via dell’Inferno 3, Bolonia. Remite: culturajos@blogspot.com. Nada más sobre aquel sobre blanco con los bordes color de barbería antigua. Quisque deja el sobre en la mesa de la cocina. Aquel piso no tiene sala de estar, es pequeño, dos habitaciones, una cocina, un baño y una habitación cerrada. ¿Por qué?, se pregunta Quisque. Chiara se encoge de hombros, es el mismo gesto que en España, qué sorpresa. Quisque deja el sobre en la mesa y bebe un vaso de agua. Tiene miedo. El pasado en forma de carta. Quisque no quiere saber nada del pasado, al menos ahora sólo quiere pensar. Recoge el sobre y lo introduce en la habitación cerrada, por debajo de la puerta. A cambio le aparece una fotografía:
Chiara juega al borde del mar. Tiene un palo en la mano, con el que busca conchas. Es feliz. Apenas doce años. Es su primer día comprometida. Él es maravilloso. Un caballero. Viste trajes a medida y pañuelo al cuello. Trabaja en el norte. Ah, el norte. El futuro está allí. Chiara viste de blanco y sus ojos atrapan el sol y el mar.
Quisque deja la fotografía sobre la mesa de la cocina. Chiara se sonroja y mira a Quisque. No comprende las palabras escritas en el reverso, pero identifica su nombre. Suena el reloj del tiempo. La pasta ya está lista. Un poco de parmesano a la salsa y es el momento de comer. Tres platos sobre la mesa. Quisque, Chiara y el tercer plato que permanece intacto sobre la mesa. Bon apetit.


Quisque no quiere volver a
Quisque continúa. Va a dar un paso más allá. Le atrae esa fachada a medio terminar. Sí. Es una iglesia, en


A Duna. Quisque antes del desvanecimiento:
La vida me pasó como una película frente a los ojos
Miedo. Miedo al vacío que se ha creado. Miedo a esos libros llenos de palabras desconocidas. Miedo al mundo ficticio que tira de él hacia el interior de las estanterías. Quisque se flexiona, intentando protegerse. Primero los brazos, luego las piernas. La espalda se arquea y la cabeza la acerca al pecho. Se tapa la cara con las manos. Ya no tengo miedo, se dice.
Los miedos son rojos. De un rojo brillante que se transforma en azul, cuando se abren ante el tiempo. Roja era la entrada de aquel hombre durante las noches de infancia. Rojo el olor que desprendía el saco donde guardaba a los niños. Roja la sangre que salía a borbotones cuando les sacaba el hígado o el corazón. Rojo el dinero con el que le pagaban los órganos. Y azul todas las lágrimas con las que Quisque se defendía del Hombre del Saco.
Quisque se incorpora, se estira y se plancha el traje con la mano. No eres ningún niño, se recrimina. El Hombre del Saco ya no existe. Se lo llevó padre en su viaje a Zaragoza. Quisque intenta convencerse, pero el color rojo no desaparece. Tiene miedo de revisar sus miedos. Se tiene miedo a sí mismo. Por su mente pasan los motivos que le arrojaron al viaje: el bar, el aburrimiento, el amor, la incomprensión, el pasado… Todos son rojos y el cielo es azul.
Dentro de la librería no hay azul. No hay defensa.


La verdad es que una vez que me he acostumbrado a sus extravagancias disfruto con el trabajo. Todos los días entro a las ocho en punto y Don Fulgencio me acompaña hasta mi despacho. Todavía no he conseguido que deje la puerta abierta pero ya no me importa, incluso me gusta estar encerrado en esta habitación. Pero lo que realmente ha conseguido mantenerme dentro de estas cuatro paredes es el incremento de sueldo que me propuso Don Fulgencio y las frecuentes visitas de su supuesta nieta. El segundo día que empecé a trabajar la estuve esperando pero no apareció, tampoco lo hizo al tercero, fue al cuarto día cuando volvió a visitarme y nunca ha dejado de hacerlo. Sus visitas duran el intervalo de un canuto de marihuana y siempre intenta tentarme para que hagamos el amor en aquella mesa del siglo XVIII, yo siempre me niego pero disfruto con aquella situación. En algún que otro momento, cuando he sentido su boca cerca de la mía, he estado a punto de besarla pero nunca lo he hecho. Ha resultado también que aquella chica tiene una conversación fascinante. Disfruto mucho con su presencia. Cuando llega, abriendo sigilosamente la puerta y fumando un canuto de marihuana, hace que me olvide de la oscuridad y del duro trabajo que me obliga a realizar Don Fulgencio. Con el paso del tiempo me he vuelto despistado, no paro de pensar en ella y los libros de cuentas bailan ante mí sin importarme que al final de cada año no cuadren bien las cuentas, pero Don Fulgencio todavía no se ha enterado, supongo que será cuestión de tiempo.

Quisque se despierta con el sonido de guitarras eléctricas. Varias personas de aspecto gótico comen cerca de él. Se levanta y sale del local. No sabe qué hora es. Se siente pesado y la cerveza ha hecho estragos en su cabeza. Busca la dirección en el bolsillo. Allí está: Vía dell’Inferno 3. En la puerta del Transilvania le enseña la dirección a una pareja: el chico que viste de negro, un abrigo tres cuarto (no sabría definirlo de otra manera) cerrado hasta el cuello, pelo largo y liso; la chica un vestido ajustado, negro, de tirantes. Quisque escucha la explicación, dicha en voz alta y palabras pronunciadas muy lentamente: Tutto diritto. Guarda, é via del Carro e a la fine gira a destra. Dopo cerca per il numero. Todas estas palabras están acompañadas por gesticulaciones del chico, mirada pasiva de la chica y la sonrisa tonta de Quisque, que acompaña con sus gestos los del chico. Poco después de comenzar a caminar, Quisque se gira para confirmar que ha comenzado en la dirección correcta, y observa algo extraño. La pareja entra en el Transilvania, pero él lleva una correa de perro en la mano, al seguirla, Quisque comprueba que el collar lo luce ella. No intenta comprender nada. 
La via dell’Inferno no tiene pórticos, al menos no es como la vía Zamboni. Son calles estrechas y entonces Quisque es consciente del nombre: del infierno. Calle del Infierno. Habrán querido asustarle. Será una dirección correcta. Quisque se para frente al telefonillo del edificio. Pulsa un botón al azar. Nadie contesta, pero la puerta se abre. Quisque no sabe qué hacer. Se hace de noche y no tiene donde dormir. Con sólo unas monedas en el bolsillo tiene que dejar que la suerte juegue sus cartas. Avanti, avanti. Se escucha desde la puerta. Es una voz metálica, de mujer.
Quisque lleva la ropa sucia, barba de muchos días, el pelo grasiento y VLM un libro bajo la manga de su camisa: Il sogno Della Nocilla. Quisque camina un paso por detrás o quizá sea VLM el que camine un paso por delante. La vía Zamboni se pierde al fondo y se estrecha. No es una ciudad al tamaño de los coches, piensa Quisque. El carril bici se difumina entre los adoquines. Sin embargo, VLM y él caminan bajo palio. La calle está cubierta, a ambos lados, de pórticos continuos e infinitos. Parece que los edificios les quisieran abrazar, engullir. Es una ciudad preciosa, un pasadizo a
Las mesas de madera, largas, compartidas, están llenas de gente. Todos comen en platos de plástico y beben grandes jarras de cerveza. Quisque traga saliva. En ese momento es él quien está más acorde con el escenario. VLM deslumbra con su camisa y su libro bajo el brazo. Este pasadizo nos lleva a las películas de serie B, vampiros, ataúdes y cera derretida. ¿Qué prefieres: vino o cerveza? Quisque no sabe que pedir. No te preocupes, invito. Se dirigen hacia una gran mesa redonda. Quisque deja su chaqueta, VLM su bolso. El libro lo mantiene bajo el brazo. Y vuelven a la entrada.
Sobre la barra se extienden los platos de pasta, pizza, patatas. Al menos diez especialidades expuestas a los clientes. En una mesa anexa, los platos y tenedores de plástico. Piden dos jarras de cerveza de más de medio litro. VLM paga. Puedes comer lo que quieras, le dice, y Quisque devora, primero con vergüenza, después desbocado, raciones inmensas de aquellos platos. ¿Tenías hambre? Quisque asiente, satisfecho. VLM no ha probado nada de aquella comida. Ya comeré más tarde, esto es sólo el aperitivo. Pero Quisque apenas puede respirar y se estira sobre el banco de madera. VLM sonríe y se marcha. Hay que conocer las ciudades desde abajo. Quisque sonríe y lo ve marcharse, como Drácula hacia una cita con la vida. Derrotado por la comida y el vinagre, Quisque se entretiene mirando los cuadros.
Al parecer después de varios días de búsqueda han encontrado mi casa. Ha sido una gran suerte que mi fiel mastín Poncho escuchara los pasos en la lejanía y me alertara con sus ladridos. Mientras caigo en las garras de la desesperación miro a mi alrededor en busca de una posible salida. Todas las ventanas están selladas y la única salida del edificio ha sido tomada por la guardia civil. Sólo queda una cosa, la estantería de libros, la estantería que hay al final del salón con aquellas lejas llenas de salidas de emergencia. Dejo abierto el gas y tirando un cigarrillo al suelo me lanzo de cabeza contra aquella salida de papel. Mientras la totalidad de mi cuerpo se introduce en ella puedo apreciar la explosión del gas y el sonido inconfundible de las llamas pero ya estoy lejos, en una fiesta con champagne y un Jazz incipiente. Me acerco a unos tipos con traje gris y les pregunto por Gastby. Gatsby nunca aparece en sus fiestas. Le busco entre el tumulto y me encuentro con el pendón de Traifeler y al risueño de Lucas Corso. Nunca me gustaron sus conversaciones de falsa altanería y me mezclo con la gente. Hemingway y Miller hablan sobre París y apuestas de caballos. Me dan un par de consejos que anoto en una libreta azul que siempre llevo conmigo. Aparecen Fitzgerald y Zelda. Esta parece indispuesta y sin avisar me vomita encima. Me alejo de allí buscando algo con que limpiarme. En el escenario Santiago Biralbo al piano. Esta noche está triste. Me dirijo a la barra donde Floro Boom me sirve uno de sus mejores Bourbon. Allí está ella también, Lucrecia, Lucrecia con sus ojos acuosos, Lucrecia con su vestido rojo y lentejuelas brillantes, Lucrecia con su mirada triste. Aprecio un cierto lirismo en su forma de fumar y me imagino naufragando en esos ojos llenos de lluvia. Cuando me dispongo acercarme para invitarla a bailar Bukowski se tira un pedo a mi lado y se forma un gran revuelo. ¡Que ordinariez! Le oí decir a una mujer que iba cogida del brazo de una cucaracha de dos metros llamada Gregorio Samsa. Cuando vuelvo a mirar Biralbo está en la barra con Lucrecia y me voy a otra habitación donde Vila Matas juega a los dardos y discute sombre los hombres que nacen cansados con Joyce “El interminable”. A su lado Pepe Carvalho y el general Aureliano Buendía lanzan poemas al fuego y después se quedan mirando como todo se convierte en cenizas.
Quisque se ha dejado llevar por Neptuno. ¿Cómo llegó aquí el arte? ¿Es esta ciudad eterna? ¿Sobre que historias estaré sentado?
Las lápidas parecen palpitar. El Neptuno tiembla. La plaza parece luchar por mantener el equilibrio. A su derecha, por la avenida, pasa un gran camión. No tiene sentido, o quizá sí.
Quisque camina, sin mirar a los lados traspasa el umbral de su encierro: luz y transitar de personas. La calle es larga y se prolonga en vertical con las dos torres que observaba desde su ventana. Duda sobre las dimensiones del espacio. Podría caminar por aquellas torres, como Alain Robert, pero salta hacia atrás. Una señora de pelo cano y cardado ha estado a punto de atropellarlo. Absurdo accidente. Qué cerca estamos siempre del desastre. La señora se aleja envuelta en un abrigo de piel gris y con los zapatos de tacón que brillan con la luz del sol. Ho fretta, scusi. Y se lanza por la calle transversal. Quisque busca un destino para aquella mujer en bicicleta y descubre la amplitud de las calles. Bolonia es inmensa, de anchas avenidas, de bicicletas veloces y señoras de piel gris. Busca un lugar donde sentarse. Los escalones desiguales de una plaza. Una estatua de Neptuno en el centro y multitud de lápidas que le rodean. No sabe si la ciudad es un museo o un cementerio. Sentado, se plantea: persona, personaje o fantasma. Mientras tanto aprovecha los últimos rayos de sol.
Comencé a escuchar su nombre de lejos en el instituto, un lunes a primera hora. Sucedió en esos instantes en los que uno no ha terminado de despertarse. De Orihuela dijo el profesor, Miguel Hernández el poeta de la higuera. Por aquel entonces yo no era más que un chaval que comenzaba a descubrir el mundo y estaba más ocupado en estudiar a mis compañeras que en prestar atención a las palabras del profesor, un hombre barbudo cuyo nombre se ha perdido en mi memoria. Aquel día no presté atención y no era consciente de que ese tal Miguel Hernández iba a salvarme la vida. Años más tarde, cuando, a parte de las mujercillas, me empecé a interesar por otros aspectos de la vida fue cuando le conocí de verdad, cuando soñé con nanas de cebolla, cuando lloré la muerte de Ramón Sijé, cuando la guerra, en la maldita guerra, le habían dado muerte a este Miguel de mis Hernández. Aquella elegía, Miguel compuso aquella elegía para su buen amigo Ramón y sin saberlo había escrito mi salvación, mi forma de huir de la muerte. Porque yo también perdí a un amigo, lo perdí en Bullas, su tierra y la mía, lo perdí cuando murió como del rayo Antonio Sánchez con quien tanto quería. No quise aceptarlo, no quise vivir con la idea de haberlo perdido y, en silencio, le recité este poema, porque a veces pasa, a veces cuando más lo necesitamos las palabras se niegan a salir y tenemos que acudir a las de otras personas. Y así fui llorando en silencio hasta que un día, en un recital de poesía me atreví a levantarme y recitarla en voz alta para él. Me liberé, sentí a mi amigo tan vivo como antes y desde entonces no he parado de sentirlo. Porque la muerte es eso, recuerdo, la memoria de los que se fueron y desde entonces él siempre ha estado vivo. Así que una vez más te dedico a ti, Antonio, estos versos que siempre fueron tuyos: