Miguel Delibes ha visto pasar la vida en el pueblo y dice que nada es igual. Me lo dijo anoche en la barra del polígono mientras nos bebíamos unos anises y adivinábamos fantasías en el humo de nuestros cigarrillos. Miguel miraba al techo como buscando respuestas y después bajaba la cabeza hasta toparse con el borde de su vaso. La vida pesa, decía, como lo hacen los días y los recuerdos. Porque el tiempo es plomo y no oro y poco a poco nos va hundiendo en su miseria. Al oír aquellas palabras recordé mi niñez, los grandes bancales llenos de broza donde ahora sólo hay edificios, el sonido del afilador, aquellas aceras pobladas de zompos y canicas, de gatos asustados y rodillas raspadas y el parque. ¿Dónde está mi parque? ¿Dónde han ido a parar todos los arboles dónde dibujábamos corazones con nuestro nombre? La niñez es aquel estado inalcanzable al que no podemos volver y sólo nos queda el recuerdo, respondió Delibes. Daniel, el Mochuelo, lo descubrió hace tiempo, como también lo descubrí yo en su momento o tú ahora mismo. La vida sigue y un día de estos nos iremos y sólo algunos recordaran nuestros pasos. ¿De quién te acuerdas tú? Al decir esto se puso en pie. Terminó de ponerse su abrigo de cazador y con las manos en los bolsillos se encaminó hacia la puerta. Sólo entonces me di cuenta que Miguel Delibes caminaba como un hombre hundido, un tipo que, como Venecia, se va hundiendo sobre sí mismo. La puerta se cerró y lo imaginé cerrando los ojos, completamente satisfecho y abandonando el mundo como un anónimo veneciano.