lunes, 9 de agosto de 2010

Una despedida

Deja las llaves del coche sobre la mesa y se despide. Su voz es apenas un susurro, una puerta que se cierra bajo el empuje del aire.

- Me marcho – y baja la mirada hasta los pies de ella. Los zapatos que compró en Barcelona hacía ya cinco años. Desgastados y resquebrajados, eran el recuerdo que pisaba Montse.

- Vale – ella no sabe qué decir. Se arrepiente de haber tomado la decisión. Los dos niños están durmiendo. Los ha acostado pronto para que no vieran la salida de su padre. Él los arropó antes de darles el beso de buenas noches. El último. Que se nubló por culpa de las lágrimas.

- Me voy a casa de mis padres – y mete los calcetines de hacer deporte en la maleta. Es nueva. La ha comprado en una tienda de chinos para realizar el traslado. No quería utilizar las maletas de viaje. Demasiados recuerdos para luego deshacerlas en casa. Mejor así.

- Bien – y le devuelve la novela que estaba leyendo. Montse le quita el marcador de páginas y la mete en la caja con el resto de libros. Javier le había contado alguna vez que en su última relación había perdido algo más que una pareja. Montse no quería que la recordara como la que se quedó con Providence. No. Mejor no.

- Termina de leerlo – era una excusa para volver a verla. Un motivo de reencuentro. Una forma de seguir perteneciéndose.

- No. Prefiero que te lo lleves. Además, no lo entiendo – Javier sonrió. Tampoco lo había entendido. Era una lectura placentera. Una página y otra. Una aventura. Sexo. Desasosiego.

- Yo tampoco lo entiendo – lo dijo con todas las intenciones posibles. Miró a Montse a los ojos, pidiendo una oportunidad. Ella bajó la mirada. Sonrió. Llevaba los zapatos sucios y no había elegido bien los calcetines. Pensó en sacar unos de la maleta. Pensó en limpiarle los zapatos. No. Ese sería el final. Si le sacaba los calcetines de la maleta todo volvería a comenzar.

- Cierra la puerta con cuidado, los niños duermen.

- Mañana pasaré a por los libros.

- No. Te los mando con una empresa de paquetería.

Javier agarró la maleta con furia. No pudo retener las lágrimas. Se lanzó con desesperación hacia Montse y ambos cayeron al suelo. Un grito infantil interrumpió la escena.

- Mamá – era el pequeño Javier que había estado contemplando la escena, en silencio, desde el hueco de la escalera.

Montse se recompuso la ropa después de aquel envite. Miró simultáneamente hacia Javier hijo, después hacia Javier padre.

- Ve a tu habitación – el niño desapareció de la escena. Montse se arrepintió de haber gritado y subió corriendo las escaleras. Entró en la habitación y encontró a Javier escondido debajo de la cama. – Sal cariño.

- No. Yo solo quería que papá no te pegase. – Montse logró que saliese de debajo de la cama, lo abrazó y le acarició el pelo.

- Papá no me estaba pegando. – Las lágrimas comenzaron a caer por su cara, mojando la del niño.

- Y entonces ¿por qué lloras?

- Papá nos quiere.

- Eso ya lo sé, pero te estaba rompiendo la camisa – Montse se ajusta la ropa. Le faltan dos botones y se le ve la ropa interior por el espacio desabotonado de la camisa.

- Son cosas de mayores Javier – Lo abraza con todas sus fuerzas.

- Me haces daño mamá.

- Perdón.

Al fondo se escucha una puerta cerrarse. Con cuidado. Sin golpes. Como una vida que se apaga lentamente. Montse deja al niño sobre la cama, le dice que la espere, que volverá enseguida. Corre escaleras abajo. Ya no está la maleta. Ni Javier. Ha dejado sus llaves, su teléfono. Todo ha quedado sobre la mesa. Montse sujeta fuerte el pomo de la puerta. Llora. No se atreve a salir corriendo tras él. Sube de nuevo a la habitación del niño y allí, mientras llora, los dos se quedan durmiendo.

martes, 3 de agosto de 2010

¿De qué sirve volver? (Poner música para leer)



Suave es esta noche de otoño. Noche de hojarasca, de luciérnagas, de gabán desgastado. La ciudad dormida descarga sombre mis pupilas la tenue luz de sus farolas. Veo mi reflejo en los charcos. A mis oídos llega un rumor de tráfico lejano, unos tacones alejándose, el recuerdo de unos ojos. Ojos de fuego que prendieron aquella locura de luz, donde cien dardos de bourbon impactaron en mi cuerpo desbaratando el mapa de tus sabanas. Y después el adiós. Adiós de madrugada. Un portazo. El piso solitario. El corazón palpitando. El perderme por los bares. El dejar la ciudad. El sabor de una lágrima.
Suave es la noche en otoño, otoño de zapatos tristes y gabán desgastado. Otoño de recuerdo. De imaginar que vuelvo y me besas. Que te miro y me desnudas. Otoño de un Paris bajo los puentes. De lluvia en los tejados, de una cama que tirita, de un teléfono enmudecido, de unos labios solitarios. Y es ahora, en esta noche de otoño infinito, donde me acuerdo de esos ojos, de ese verso ardiendo en tus mejillas. Ese que decía:

De que sirve volver, si de regreso, conoces de memoria las
barras de los bares y recitas cansado el nombre oculto que guardas
por si acaso no estás ebrio o el recuerdo que quema tu herencia
al fondo de los ojos.

Dime ojos tristes, ¿de qué sirve?, ¿de qué sirve volver si de allí de donde vengo ya no queda nada?
El verso en cursiva pertenece a Luis García Montero, de su libro "Poesía Urbana"