sábado, 31 de octubre de 2009

Morir como Roland Barthes


Un día soñé que moría como Roland Barthes. Entraba a una librería y paseaba mi vista por aquellas estanterías llenas de vida y al salir sentí el peso de las bolsas con libros y entré a un estanco. Recuerdo haberme quedado mirando aquellas marcas de tabaco para pipa que siempre quise probar pero que nunca compraba y salir con un paquete de Ducados. Recuerdo haber paseado por la ciudad con aquellas bolsas y el cigarrillo apagado en mis labios y sentarme en un parque a leer bajo algún madroño deshojado mientras el Ducados se convertía en volutas grises que se deshacían en el aire y encontrarme con un poema de Bukowski y aunque quizás Roland Barthes nunca leyó a Bukowski yo si lo hice en mi sueño porque en los sueños se alteran los ritmos de la historia y todo puede suceder. Recuerdo aquella frase que decía: "No es mi muerte lo que me preocupa, si no mi mujer, pues se quedará con este montón de nada". La verdad no sé si la frase era así exactamente pero yo la recuerdo así y me gustó y no paré de pensar en ella mientras el Ducados se desintegraba en mis labios. Recuerdo levantarme de aquel madroño y pasear sin rumbo por aquella ciudad en la que nunca había estado, sentir olores extraños y gentes anónimas a mi alrededor mientras yo paseaba con la mente en aquella frase y no era consciente de lo que sucedía a mi alrededor y crucé si mirar y un coche me lanzó por los aires y yo nunca fui consciente de lo que sucedió porque antes de caer al suelo ya estaba muerto. Y morí así, de repente, porque la muerte a veces viene de repente y con aquella frase de Bukowski en mi cabeza y en ese momento toda mi vida dejó de tener sentido y quedé atrapado dentro de aquella frase y por fin formé parte de la literatua.

jueves, 29 de octubre de 2009

EL ESPACIO QUE QUEDA ENTRE LOS SUEÑOS Y LOS LIBROS


Madrid ocupaba un espacio indefinido entre los sueños y mi biblioteca. Cuando Abril me invitó a visitarla, le dije que no sabría llegar hasta un lugar que no existe. Retrasé dos años aquella visita, hasta que otros amigos más decididos que yo me confirmaron que la ciudad existía y no era un invento de la televisión.
Llegué tal y como había prometido: pantalón de pana, peinado con raya en el lado izquierdo y con un petate al hombro. La ciudad era real, Manolo también lo podía confirmar, y sólo quedaba buscar el centro de mi invención madrileña. Abril nos recibió con un abrazo interminable y nos preguntó qué queríamos ver, sin pensar en nada afirmé: el Café Gijón.
Aquel café no tenía forma ni color, era algo más que un espacio físico, era una tertulia. En aquel sueño, en aquel mito que me había construido durante las tardes de domingo, se reunían escritores de distintas épocas, de distintos países y hablaban de temas tan interesantes y desconocidos que podían alargar las tardes hasta la mañana siguiente.
Al llegar a Paseo de Recoletos número 21 me encontré frente a aquel edificio sin forma. Era una cafetería de grandes ventanales que conservaba un ambiente impregnado de cultura y postguerra. Entramos y ocupamos el local entre bromas. Todo estaba tranquilo.Nadie defendía ninguna teoría extraña ni golpeaba con su puño sobre la mesa para sostener su opinión. A cambio encontramos grupos de personas, casi todas mayores, comiendo o tomando el café de las tres de la tarde. El local estaba lleno, a excepción de una mesa pequeña con el cartel de reservado sobre ella, pero no reconocí a ningún escritor conocido en la cafetería.
La barra estaba a la izquierda, custodiada por camareros vestidos con chaleco que nos observaban; al frente, unas escaleras que parecían la entrada a una bodega y en las que el cartel: salón de té, les daba una utilidad y un sentido poco misterioso; a la derecha, un conjunto de mesas bajo unas lámparas que colgaban del techo; junto a los ventanales de la derecha, la mesa vacía; y, junto a la puerta, una pequeña mesa y una placa en la que se podía leer: “Aquí vendió tabaco y vio pasar la vida Alfonso, cerillero y anarquista”. Pensé que aquel homenaje era el recuerdo de un grupo de amigos y clientes que habían compartido el lugar con alguien ya desaparecido.
Un señor con chaleco negro y pelo engominado se acercó a nosotros. Creímos que nos iba a invitar a marcharnos, pero preguntó si íbamos a tomar algo. Le respondimos que sí, mientras terminábamos de ver el local con ojos de ensoñación. No comprendimos la razón por la que nos llevó hasta la mesa que permanecía vacía junto a los ventanales, retiró el cartel de ocupado y tomó nota de lo que íbamos a tomar: un belmonte para Pablo, un carajillo para mí, un café solo para Abril, un cortado para Juan, un café asiático para Manolo y una manzanilla para Clara. El camarero sonrío, nadie había repetido la consumición del anterior.
Mientras esperábamos el regreso del camarero nos miramos sorprendidos, como pidiendo una explicación. Con el local lleno, podíamos habernos marchado sin tomar nada y el deseo se habría cumplido sólo a la mitad; pero no fue así. Además nos sentamos junto a un cartel que indicaba: “En esta mesa se reúne a las cinco de la tarde la tertulia de los poetas desde el año 1953”, parecía increíble. Algunos clientes nos miraban, creo que con cierto recelo; otros, que llegaron más tarde, pasaban a nuestro lado y ocupaban las mesas que habían ido quedando vacías. Cuando nos levantamos, sobre las cinco y media, la mesa fue ocupada por varios señores vestidos de chaqueta y totalmente desconocidos para nosotros. Pagamos los cafés a precio de oro y nos despedimos del camarero que nos había ofrecido aquel regalo. La tarde nos había dejado un sabor muy similar al del éxito.
La visita al café y las dos placas junto a las mesas vacías, la de los ventanales y la de la entrada, me han acompañado desde febrero del 2005 en el que realicé aquel viaje. Manolo y yo asumimos, durante el regreso a Murcia, que Alfonso debía de haber sido un personaje en el Madrid de los años sesenta o setenta; que habría muerto y se le recordaba desde siempre. La pereza mental nos llevó a aceptar como ciertas las suposiciones que nosotros mismos habíamos inventado.
Hoy recuerdo este viaje porque he encontrado en la red un periódico especializado en necrológicas. La informática ha creado ese lugar que ocupaba Madrid en mi cabeza, ese espacio entre la imaginación y los libros donde todo es posible y real. He abierto esa página y, ordenados alfabéticamente y por fecha de defunción, se alinean los nombres de los personajes famosos que han ido muriendo; además, la página da la oportunidad de encontrar difuntos anónimos ordenados por provincias. He revisado la lista de nombre conocidos y he encontrado algún escritor de segunda fila y un cineasta olvidado, entre otros. Aburrido he mirado sus biografías y no me han aportado nada.
Alfonso González Pintor. Hay nombres que no son propios de personas famosas. Al ver este nombre algo me ha llevado a indagar quién era y me sorprendo al comprobar que Alfonso Sigfrido González Pintor, natural de Barruelo de Santillán en la provincia de Palencia, había fallecido el cuatro de febrero del 2006. Éste no habría sido un gran acontecimiento si no hubiese sido porque su mayor mérito era ser el cerillero del Café Gijón en Madrid.
He leído con detenimiento su biografía, hecha a retazos por los amigos escritores y artistas que ocuparon las sillas de la cafetería de la capital. En ella se destacan como principales méritos no haber sido un niño exiliado a Rusia tras la guerra y haber quedado huérfano en España, con todas sus miserias; Juan Cruz destaca su libertad de pensamiento y su honradez; Arturo Pérez Reverte escribió aquella placa que tanto me sorprendió hacía ya más de un año: “Aquí vendió tabaco y vio pasar la vida Alfonso, cerillero y anarquista”, para el homenaje que se le rindió en el año 2004; otros destacan su forma de morir como un corte de mangas a las leyes: la ley antitabaco que impide que Alfonso siga ejerciendo su oficio coincide con el accidente de tráfico que le fracturó varios huesos; una neumonía durante su recuperación le provoca la muerte en febrero.
Mientras escribo esto, imagino que para Alfonso tampoco sería un lugar conocido aquel Madrid al que llegó desde su pueblo en Palencia y que nunca pensó que llegaría a tener un espacio en el lugar que queda entre mi imaginación y los libros. Desde aquí, desde un pueblo perdido del noroeste murciano, aún hay quien, sin haberlo conocido, le echa de menos, y ha aprendido a no asumir como verdaderas las conclusiones que uno inventa al volver en coche desde Madrid a Murcia.

martes, 27 de octubre de 2009

A LA ESPERA DE UNA GRACIA

A los que se sientan identificados, in memoriam

El edificio era tan oscuro como su pasado. Su cuerpo blando se perdía entre las colillas del cenicero. Nadie sabía que estaba en aquel lugar desde hacía muchos meses.

Su salida del pueblo fue precedida por un concierto de la charanga municipal. Se iba la mente más privilegiada, el único que había logrado una respuesta del Ser Supremo. Conservaba la misiva doblada en el bolsillo interior de la chaqueta cuando subió al tren.

Dudaba si en su llegada a la ciudad lo recibirían con petardos y música o sería una recepción discreta para no levantar envidias. Al fin, él era presidente de las juventudes adeptas e incluso pudo crear su propio partido, pero decidió mantenerse fiel a la causa. El pueblo decía: “Aún es nadie, pero pronto será un personaje importante” y todos luchaban por apretar su mano adolescente en un saludo.

Nadie estaba esperando en la estación de tren y tuvo que preguntar a un barrendero por las señas que indicaba la carta del Todopoderoso. Él, que nunca había requerido información, que se aprendió la lista de reyes visigodos con solo diez años y los enumeraba con un sonsonete altivo mientras las vecinas de su calle murmuraban: “Este chico será una persona respetada”; él, ahora, tenía que preguntar a un mínimo recogedor de basura la dirección que marcaría su futuro. La mente rural, estoica, mantenía el gesto al tiempo que aquella escoba urbana lo miraba como a un desperdicio con chaqueta de pana, alpargatas de lona y maleta de cartón.

Se marchó hacia la urbe creyendo que todo era una prueba de El que todo lo puede. Recordó las tácticas que él mismo había utilizado cuando se encerraba en casa frente a un mapa y movía los ejércitos sobre Europa repitiendo las estrategias de Napoleón, de Hitler o de Alejandro Magno. Sus padres presumían ante las visitas: “El día de mañana todos conocerán al genio que se esconde en su mente”.

El Consistorio le recibió en plena siesta. Nada ni nadie se movía en su interior. Pensó que habría reunión del equipo de gobierno con la oposición para discutir qué puesto se le otorgaría: asesor, consejero, adjunto, promotor… Sonreía al pensar en aquella difícil decisión porque sabía que su potencial era inmenso. Con sólo once años y dos días se postuló para ayudante del profesor en la escuela primaria y en solo dos meses aprendió todas las fechas y las poblaciones y las capitales y cualquier elemento remarcado en negrita en el libro de Geografía e Historia. Con una pegatina de profesor adjunto en el pecho expuso, clase por clase, como un mono de feria, todos sus conocimientos.

El profesor, conocedor de las cuatro reglas de la aritmética, de los entresijos de la lectura y la escritura, había soportado el paso de los años desde su incorporación como maestro rural hasta los nuevos tiempos; pero había descubierto que no es necesario saber lo que ponen los libros y, de este modo, solo los abría para exigir que fulanito leyese el primer párrafo, menganito el segundo y zutanito el tercero y así hasta que la campana del centro indicaba que había que cambiar de grupo donde encontraría otro fulanito y otro menganito y otro zutanito lector.

Pasó el tiempo de la siesta y llegó la merienda y la cena y la noche y la mañana y el desayuno y el descanso de media mañana y la hora de la comida y la siesta y el círculo crecía un día tras otro sin que nadie apareciese por el Consistorio. El conserje al principio lo miraba y le ofrecía agua, después conversación y a la semana le concedió la categoría de un insecto que camina por los pasillos de un edificio en ruinas.


Camilo, porque Camilo era un nombre que siempre le gustó, sacaba de su maleta el trozo de queso y el pan que había traído para los primeros días del viaje, después se comió el chorizo y la salchicha que su madre había envuelto en papel de periódico para agasajo del Magno ordenante. Camilo almorzaba revisando las titulaciones firmadas por aquel que ostenta el poder supremo y que rubrica los esfuerzos de tantos jóvenes a los que desconoce e iguala en un trazo de tinta negra. Nadie más en el pueblo había obtenido dos de aquellos cartones que pendieron de un clavo en la sala familiar y ahora le acompañaban en la espera.

Una mañana de primavera apareció un hombre de chaqueta con un maletín en el que se podía leer: secretario del secretario segundo del ayudante del encargado de colocar los documentos en los archivadores de la biblioteca municipal. Camilo le enseñó su carta amarillenta y sus títulos grasientos y le tendió una mano famélica que fue rechazada; pero Camilo decidió esperar la llegada del que había firmado aquella carta tan celebrada en el pueblo.

Los pasillos del Consistorio se convirtieron en su madriguera, por la que caminaba encorvado y con la cabeza gacha por si se encontraba con el Poder. Él seguía considerándose pura potencia, futuro imprevisible y mañana soleado; sentado en los sillones del salón de plenos del ayuntamiento se imaginaba asesorando, opinando y siendo requerido para aportar la solución final a todos los problemas.

Con el transcurso de los meses, los paseos se redujeron al pasillo de la alcaldía, después acortó su periplo desde un macetero hasta la puerta. Cada vez caminaba menos, no comía, no bebía y su cuerpo se volvía blando. Sus extremidades casi invisibles, su voz húmeda y sus ojos proyectados hacia delante le conferían la apariencia de una babosa.

La semana previa a las elecciones Camilo reposaba junto a un cenicero en la puerta de la alcaldía. Nadie había pasado por el pasillo en los últimos nueve meses hasta que una señora limpió el mármol con un cepillo abrillantador, recogió las colillas que se acumulaban en el suelo. Camilo se libró de terminar en una inmensa bolsa verde al ocultarse tras el cenicero.

Su disminuido cuerpo ya no era visible ante nadie. Cuando dos horas más tarde llegó un séquito de secretarios con maletines y un señor fumando reconoció que era el momento. Gritó pero nadie miró hacia donde él estaba. El zapato de uno de aquellos secretarios cayó sobre el cuerpo de lo que parecía una lombriz, un ciempiés o una simple larva de mosquito y giró sin que nadie escuchase el agónico grito.

Dentro del despacho habló el Poder: “Camilo no ha venido, no es un chico formal y nunca llegará a ser nadie. Seguro que es otro listillo como José López Martí o como Espinosa, que no saben vivir más que criticando a los que trabajamos por el pueblo”. Cogió de un estante la primera edición de La fea burguesía y la arrojó a la chimenea al tiempo que pedía a uno de los secretarios que encendiese el fuego.

sábado, 24 de octubre de 2009

La cajita de música


La música es la eterna enemiga de la literatura. Llegué a esta conclusión al terminar de leer “Invierno en Lisboa” de Antonio Muñoz Molina. En este libro se nos muestra la vida de Santiago Biralbo un pianista de Jazz que anda entre la vida y la muerte enamorado de la bella Lucrecia, la muchacha de ojos tristes. En todo momento nos adentramos a los suburbios de Santander, de Madrid y de la húmeda Lisboa, lugares ambientados en los clásicos de cine negro y del jazz más castizo. Y sí, decidí zambullirme en sus páginas, entre cada línea, cada pausa y descubrí un precioso jazz desde el principio hasta el final de la obra. Los libros tienen música. No me refiero a música sonora, si no más bien a la cadencia y el ritmo. Muchos escritores como el antes citado Muñoz Molina en “Invierno en Lisboa” han perseguido esa armonía que envuelven las partituras para llevarlo a sus obras, aunque el que más destacó por su apego a la música, en concreto al Jazz, fue Julio Córtazar, viendo culminado su trabajo en el relato “El Perseguidor” en el que emula los últimos día de vida del prodigioso Charlie Parker. En este relato Córtazar toma licencias de la máquina múscial jazzistica y la lleva a la literatura utilizando los cambios de ritmo en la narración como variaciones a nivel del lenguaje y de las palabras y creando así en el conjunto de la obra diversas asociaciones rítmicas que dotan al texto de la cadencia del Jazz. En otras palabras, el relato va avanzando siempre hacia delante pero no en sentido lineal, si no hacia cualquier parte.Otro ejemplo son los autores de la generación beat como Allen Ginsberg o Jack Kerouac, en especial este último que utilizó la prosa espontánea para darle sonoridad rítmica a sus textos y donde el Beepop (Variante del jazz) envuelve los párrafos y la vida de los personajes de la novela. En definitiva son muchos los autores que persiguen dotar de cierta musicalidad a sus obras pero la literatura nunca conseguirá adentrarse a nuestros sentimientos de una forma tan directa como lo hace la música. Una de las finalidades de la literatura es conmovernos, solaparse a nuestra alma y arrancarnos sentimientos, en la música ocurre exactamente los mismo pero de forma más inmediata y allí es donde radica la diferencia entre música y literatura. La música, con un pequeño texto y unas cuantas notas consigue conmovernos en apenas cinco minutos mientras que la literatura precisa de varias páginas y un lenguaje apropiado para poder crear ese efecto. Por todo eso, la literatura aspira a ese grado de expresión emotiva que tiene la música, es su eterna enemiga y a la vez su compañera más fiel dependiendo una de la otra. Y es ahí, entre esta lucha de gigantes, donde nos encontramos los lectores-oyentes esperando aquel instante en el que seremos deleitados.

martes, 20 de octubre de 2009

Animales desvalidos o cómo enfadar a un fumador

Me levanté el jueves pasado para ir a trabajar, puse la radio y me lancé al trafico de la rutina. Fue en la autovía circulando a cuarenta kilómetros por hora cuando escuché el comentario deportivo de Jose Ramón de la Morena. Como siempre hace, recitó un minirelato con la última hora deportiva y ese día se centró en la selección de fútbol. Decía lo siguiente: “Me revuelve el estómago pensar en el viaje de regreso que les espera a nuestra selección de fútbol, esa que nos volvió a deleitar ganando en Bosnia 2-5 y dejando ese récord de diez partidos jugados y diez partidos ganados en este juego de clasificación para el mundial. Anoche les hicieron quedarse a dormir en Bosnia pese a que el partido terminó antes de las diez, regresarán hoy a Madrid a medio día, van a llegar a sus domicilios esta tarde sin entrenar, cansados, con los músculos entumecidos del avión y con esas largas esperas de los aeropuertos. Así se los devuelven a sus club, a los club que les pagan y que los mantienen, y eso sí, pasado mañana, sábado, listos para jugar otra vez...”
En ese momento, al escuchar aquella confesión en la que se nos presentaba a los jugadores de la selección española como animales desvalidos no pude evitar sonreír de impotencia y de asco. Un animal desvalido es el que sale de su casa a las seis de la mañana y no sabe cuando va a regresar, es una mujer que pasa el día limpiando suelos que nunca son suyos, es no llegar a fin de mes, animales desvalidos son todos aquellos agricultores, pescadores y demás que ven como sus productos son devorados por infinitos especuladores, un animal desvalido es cualquier cosa menos un jugador de fútbol de primera división. No se si la intención de Ramón de la Morena era irónica, yo la verdad no pude apreciar resquicio alguno. España es fútbol, todo es fútbol, aquí si sabes manejar un balón no te faltan contratos millonarios, ni anuncios de televisión, ni coches Audi últimos modelos, ni un séquito de personas llevando tus colores, si sabes manejar un balón eres un dios y alguien intocable y yo ante eso me cago encima porque yo no se manejar un balón, ni tampoco me regalan coches de lujo ni gano millones, yo soy uno de esas personas anónimas que nunca serán nada porque no sé jugar al fútbol , porque no me gusta el fútbol y aunque algún día consiga ser algo en la vida nadie me lo tendrá en cuenta porque no estará relacionado con el fútbol. Quizás algún día todo esto cambie y se tendrán más en cuenta a todas esas personas anónimas y todos seremos más felices. Yo mientras tanto seguiré fumando.

domingo, 18 de octubre de 2009

ASÍ ME ENCONTRÓ MIGUEL ESPINOSA




No es un buen momento para ser eremita, o ermitaño como dice la Real Academia de la Lengua. Los teléfonos móviles, las autovías, los coches o el correo electrónico nos hacen difícil estar solos. Quizá por esa razón Eugenio se fue a su pueblo, deseaba la soledad y la tranquilidad que en la ciudad se hacen casi imposible. Me dijeron que no había soportado los rigores de Villaescombros. Y que corrió hacia el silencio. Y se escondió.

El curso académico había comenzado de un modo un tanto especial, las reuniones de jóvenes interesados por los libros eran continuas, y yo estaba allí para disfrutarlo. Eugenio también participaba. Un chico extraño, un tipo especial. Sólo sé que lo conocí, desapareció y la vida siguió su curso.

En aquellas reuniones alguien debió hablarme de Escuela de Mandarines. No recuerdo quién fue. En esos meses intentaba descubrir escritores murcianos y, ante mis constantes preguntas, debieron contestar con este título. No sabía quién era Miguel Espinosa, y tampoco conocía la obra. Diciembre transcurrió con multitud de comentarios sobre el autor que me incitaban a conocerlo. Nadie lo había leído y, por supuesto, no podían prestarme el libro, pero todos decían conocer a alguien que había sido amigo suyo o vecino o que, al menos, lo había visto tomar café en el bar Santos.

Como nunca me gustaron los trabajos fáciles, me negué a entrar en la Biblioteca Regional y tomar el libro a cambió de un carné de lector. Tampoco quise utilizar internet para encontrar información de este escritor. Si tenía que encontrarlo, lo haría tarde o temprano. Seguí preguntando y el desierto se abría ante mí.

Eugenio no volvía por la ciudad. Pregunté por él. Estaba encerrado en casa, no salía a la calle. Vivía en Cañada de la Cruz. Busqué en el mapa su situación. Perdida entre las líneas de Murcia, Granada y Albacete aparecía el punto que la indicaba. Cogí el coche y me marché a visitarlo. No conocía el pueblo, ni la dirección, ni los apellidos de Eugenio. Para colmo, en el pueblo no hay cobertura para los teléfonos móviles. Un buen lugar para el retiro espiritual. Aparqué en la plaza del pueblo. Llamé a una señora que caminaba al sol de enero. Parecía no conocer a Eugenio. Luego pensó y me indicó una casa, en concreto, una casa con balcones en la calle Mayor. Allí vivía o se ocultaba del mundo.

Casi no lo podía reconocer cuando bajaba las escaleras que terminan junto al salón. La soledad y la tristeza le habían vencido. Salió de casa por primera vez en dos meses. Caminamos y se acabó el pueblo. Seguimos andando hacia el pantano. Hablamos de proyectos, de libros, de los poemas que no terminaban de llegar al papel. Todo era normal pero lento. Volvimos a su casa al mediodía. Nadie nos esperaba en el pueblo. El silencio me hizo pensar que sería un buen lugar para escribir una novela, pero no para superar una depresión. Comimos en su casa. Alfonsa, su madre, era la perfecta anfitriona. Una gran persona.

Al caer la tarde bajamos al tele-club. Hasta muy poco tiempo antes los vecinos se reunían a ver la televisión en aquel local. Ahora se había convertido en un centro social y en el punto de encuentro de los pocos jóvenes del pueblo. Sentado en uno de los muros estaba David. Estudiante de historia, contaba alguna aventura sobre las chicas que había conocido en la biblioteca de la universidad. Parecía un tipo como cualquier otro, y continuamos con las banalidades que llenan las conversaciones. Hablando con él me sorprendí al saber que estaba retirado en el pueblo, estudiando, rodeado de libros, incluso pude escuchar algunas expresiones muy poco comunes en el lenguaje oral. Supuse que hacía mucho tiempo que no hablaba con nadie y que los libros habían ganado espacio a los amigos.

Al despedirme de David recordé la imagen del eremita. Le pregunté si sabía quién era Miguel Espinosa. Me sonrió y dijo que sí. Le expliqué mi búsqueda de Escuela de Mandarines. Al decirle que no quería encontrarme con el autor en una biblioteca pública, se levantó y me pidió que le acompañara. Subimos a la calle Mayor, entró en la única tienda de comestibles del pueblo. Era de la familia. Salió con una llave y abrió una puerta de la otra acera. Una casa vieja que tenía una cocina y una habitación al fondo. Me presentó aquel lugar como su refugio. Se perdió en la habitación y buscó entre los armarios. Salió sonriente. Un libro blanco, con una lechuza en su portada. Era Escuela de Mandarines. Estaba oculta en una casa perdida en un pueblo olvidado de Murcia. Ahora sabía que el libro existía, y también existían los eremitas.

Cogí el libro con el miedo del que cree que el sueño va a acabar pronto. Lo revisé, toqué sus páginas y olí el papel. Me parecía increíble tenerlo en las manos. Yo no conocía a David lo suficiente para pedirle prestado el libro. Era la primera vez que visitaba el pueblo y a él lo había conocido unos minutos antes. Tenía que aceptar que el libro estaba y permanecería en aquella habitación encerrado. Se lo devolví y hablamos sobre él. Cuando me disponía a salir de la casa, David me dijo que se me olvidaba algo, me ofreció la obra con una sonrisa. Me excusé diciendo que no sabía cuándo volvería al pueblo y que no podía tomarlo prestado. Nunca me gustó privar a nadie de la compañía de sus libros más tiempo del necesario. Entonces él volvió a sonreír. No me tendía el libro como un préstamo, me lo estaba regalando. El sueño se convertía en realidad. Negué el ofrecimiento un par de veces, pero con la voz muy baja, para no confirmar lo que decían mis palabras. Eugenio me miraba extrañado, sin comprender la cara de asombro cuando lo cogí y lo guardé en la mochila para ocultarlo de miradas indiscretas. Para mi era un tesoro, para ellos era sólo un regalo. Tuve miedo de que el libro desapareciese o me lo robaran.

Cuando regresaba de aquella visita, mientras conducía el coche de vuelta a casa, supe que Miguel Espinosa me estaba esperando en Cañada de la Cruz, que Eugenio necesitaba el contacto con los amigos y que aún existen hombres que consideran los libros como un signo de amistad. Hace tiempo que no veo a David, un ermitaño de nueva factura, pero desde esta página le doy las gracias.

viernes, 16 de octubre de 2009

Hadas

¿Has soñado alguna vez con follarte a un hada? Yo sí y es algo increible, casi místico, pero nunca consigo acabar porque el mundo está lleno de ruido...

martes, 13 de octubre de 2009

A la de tres: Una, dos y...

A la de tres: Una, dos y....no puedo... ¿Y si ella viniera, si decidiera venir precisamente ahora, en este momento?... será mejor que no piense en eso, además sé de sobra que no va a venir, que ya no le importo. Esta vez sí, a la de tres: una, dos y...¿me estaré precipitando? Aunque en el fondo se trata de eso, de precipitarme, dejarme caer y ya está. No pensaré, ahora no puedo hacerlo, ahora ya no hay tiempo para echarse atrás si lo pienso demasiado no lo conseguiré. Uno, dos y... ¿Me dolerá? Creo que sí aunque todo depende, es cuestión de suerte ¿Por qué será tan áspera? ¿Por qué me lo pienso tanto? ¿Por qué este miedo ahora, precisamente ahora? Antes lo tenía muy claro, demasiado claro, tan claro como para ir a la ferretería y comprar tres metros de cuerda, tan seguro como para hacer el nudo y atarlo a mi cuello, tan seguro como para subirme a la silla. Venga, a la de tres: Una, dos y... no puedo, definitivamente no puedo hacerlo. Será mejor que me deje de tanta gilipollez, ahora me pondré el pijama y veré un par de películas, sí, eso siempre me anima. Tengo tiempo, todo el tiempo del mundo para ver películas y hacer lo que quiera. ¡Mierda, la silla! Agggggg.

Pasear en equilibrio

Camino en círculos alrededor de casa por miedo. Ahora soy consciente. Ahora sé que el círculo es exposición y me pregunto tendrá que ver con el diámetro del círculo. Hago mis cálculos y todo termina en un decimal infinito. Pi no rebela la solución. Los círculos son siempre exposiciones y no dependen de su diámetro si no de la apertura de los pies de quien los camine. Andar en círculo puede ser acunar un pensamiento o caminar sobre el alambre. Hoy voy a acercar mis pies y todo será distinto.

Hacer equilibrio sobre la vida. Andar ocupando un espacio mínimo y mirar hacia los lados como hacia el vacío. Entrar a casa sin conocer al vecino. Dejar la basura en la puerta sin saber quién vendrá a recogerla. Comprar tabaco en una máquina y esperar a que el mecanismo responda a la orden que le he marcado. Responder a un examen con setenta y cinco líneas mínimas y negras que, deglutidas por una máquina, me dirán cuánto conozco de una materia. Esperar que el apéndice de paciente continúe en la fosa iliaca derecha. Hacer equilibrios sobre la vida es tomar el autobús equivocado, el tren que llegó fuera de hora y se solapó con el tuyo. Pedir ginebra en vez de ron. Cruzar la calle sin mirar a los lados. Enamorarse. Correr en mitad de una procesión. Comer helado de frambuesa con cerveza fría. Caminar de espaldas. Buscar el olor del mar en Salamanca.

martes, 6 de octubre de 2009

Absenta


Un destello, un flash, una luz itinerante que se refracta en el recuerdo, en el cuerpo, en la mirada. Un cigarro, una sonrisa, una sensación de escozor en la garganta hace que retroceda en el sillón buscando el alivio del sueño para escapar de aquí y transportarme allá. Una visión borrosa, una lluvia mansa, un brasero y el pensamiento de que no puedo escapar. Una habitación en llamas, una lágrima, un azaroso despertar y observar el transcurso de la vida palpitar en las pupilas del espejo. Un destello, un flash, una luz itinerante, un cigarro, una sonrisa, una sensación de escozor en la garganta, una visión borrosa, una lluvia mansa, un brasero, una habitación en llamas, una lágrima, un azaroso despertar, un pensamiento… la vida, la vida ardiendo en el paladar y sin nada que hacer para evitarlo.

jueves, 1 de octubre de 2009

Ludopatía II (el desenlace)



Todo comenzó en la entrada Ludopatía I.


No quiero pensar, porque a estas horas ya debería de haber llegado y vuelvo a beber un trago. Limón-limón-limón. Cuarenta céntimos. No doblo el premio y lo pierdo. Miro a la puerta y entra un grupo de chicos. Limón-naranja-melón. Son amigos de Marta. Les pregunto por ella. La máquina se mueve sola. No la veo. Me dicen que no ha salido, que está enferma. Continúan andando hacia la sala interior. Meto cinco monedas. Naranja-siete-naranja. Siete-siete-limón. Cuatro avances. Golpeo con fuerza los botones. Siete-siete-limón. No llegan los avances y el siete se queda a uno. Mierda. Aprieto desesperado los pulsadores. Las frutas bajan desesperadas. Se acaban las monedas. Vienen dos amigos a rescatarme. No puedo, tengo cinco llaves. Pues nosotros nos vamos a otro bar. Ahora voy, les digo. Siguen moviéndose las figuras en la máquina. Se acaban las monedas y vuelvo a cambiar diez euros. Espero a Marta. Al final llegará, estoy seguro. Sol-sol-siete. Tres avances. Sé que va a llegar. Sol-sol-naranja. Bajo los avances y sol-sol-sol. Ochenta euros. Los cobro. Invito a una ronda a todos los de la barra. Sigo bebiendo. Un cubata, dos, tres. Las luces de la máquina siguen luciendo con mis monedas. Sigo pulsando botones. Los cubatas se transforman en lágrimas. Los grupos se van marchando del bar. Son las tres de la mañana. Marta ya no vendrá. Meto las últimas monedas. Sólo quedan tres de las ochenta. Golpeo la máquina con el puño. Chema se acerca y me dice que ya está bien. Me ve llorar. No merece la pena. Deja que pase el tiempo. Me quedo sin monedas. He bebido demasiado. Salgo a la calle y vomito en soledad. Comienzo andar en dirección a casa. Al volver la esquina Marta se besa con otro. Vuelvo a vomitar. Intento mirar hacia otro lado. Camino lo más erguido posible, pero las lágrimas se me van cayendo a cada paso.