
Por cierto, esta mañana hemos pesado el libro y casi lo conseguimos...270 gramos. Bueno, unos gramos extras nunca vienen de más para estos frios.
Un saludo a todos.
Culturajos.


Hace unos días leí un artículo de Roland Barthes en su libro Mitologías que me pareció bastante interesante. En él, Barthes analiza los distintos signos de impacto en la fotografía artística. Empieza Barthes emulando un artículo de Geneviève Serreau de su libro sombre Brecht en el que hace mención a una fotografía de la revista Match donde se aprecia una ejecución de guatemaltecos comunistas. Dicha fotografía no es terrible en sí, sino que nos horroriza, según Serreau, por el hecho de que la apreciamos desde nuestro seno de libertad. Sigue Barthes narrando su experiencia tras visitar una exposición de foto-impactos en la galería d´Orsay y tras la cual llegó a la conclusión de que ninguna de las fotografías llegaron a impactarle. Una de esas fotografías consistía en una columna de condenados o de prisioneros en el momento en que se cruzan con un rebaño de carneros. El motivo del escaso impacto producido por la fotografía lo atribuye Barthes a que el fotógrafo nos ha sustituido de forma bastante generosa en la conformación de su tema ya que sobreconstruyó el horror que nos propone añadiendo al hecho, por contrastes o aproximaciones, el lenguaje intencional del horror. Frente a estas fotografías nos encontramos como desposeídos de nuestro juicio. Alguien ya se ha estremecido por nosotros, alguien ha juzgado por nosotros, en este caso el fotógrafo, y lo único que consigue es que apreciemos la fotografía con un interés meramente técnico o intelectual, pero nos es imposible inventar nuestra propia recepción a ese alimento sintético, ya totalmente asimilado por su creador. Fue en el bar Salazar de Mula, apoyado en la barra y junto a una cerveza, donde Paco Ros me habló de su tocayo Francisco Umbral. Allí me abrió la puerta de su obra. Y es que no dejaré de reconocer mis grandes vacíos literarios. Apoyado en la barra me habló de Umbral y de su estilo. Quedé sorprendido, porque Ros es así, transmite una pasión por la belleza deslumbrante. 
Hace unos días, en la librería París Valencia, encontré una biografía del mismo escritor vallisoletano y por su módico precio, no llegaba a tres euros, decidí llevármela y conocer algo más sobre la vida Umbral. Ya había leído varios libros de él y me había sorprendido. Me dejaba extrañado ante sus reflexiones y pensé que aquel libro me podría abrir los ojos sobre Mortal y Rosa, entre otros. Leí la biografía de Anna Caballé y inmerso en él, descubrí la novela de la vida de Umbral. Lo aconsejo. Si alguien quiere y puede, que conozca la trayectoria vital e infantil de Francisco Pérez Martínez: el hombre que quiso ser escritor.
Nunca me había preocupado por conocer la biografía de Mark Twain hasta que encontré un libro en valenciano que hablaba de este autor. Ya que estaba estudiando esta lengua y el libro era muy económico, lo voy a comprar y comencé a leer con la única intención de ampliar vocabulario; pero aquí me llegó la sorpresa: cuando comencé a leer, me di cuenta de que era una vida muy interesante. Huérfano desde muy joven, comenzó a trabajar para poder alimentar a la familia. Trabajó en los barcos que surcaban el Mississippi, trabajo de impresor para periódicos locales y viajó por Europa para superar una crisis económica. Una vida intensa y muy interesante si alguien se anima a conocerla.
Pero lo que me llamó especialmente la atención fue su nombre: Samuel Langhorne Clemens. Casi nada. Y yo creyendo que Mark Twain era su nombre real. Continúo. En su etapa juvenil quiso aprender a navegar y en su aprendizaje en los barcos se dedicó durante un tiempo a anotar la profundidad del río para comprobar si era navegable o no. En el argot de los marineros se utilizaba la expresión “wain” para indicar dos brazadas, que era la profundidad mínima navegable en el río. Así, el que anotaba (to mark) estos datos era nuestro autor y le pusieron el sobrenombre de Mark Twain en este trabajo. Así que este fue el origen del nombre que posteriormente pasaría a la historia de la literatura unido a obras como La cabaña del Tío Tom o Las aventuras de Tom Sawyer
Me mantengo despierto a horas intempestivas, con la vista cansada tras leer miles de comics de dudoso gusto. Mientras, suenan sin parar, las memorias del espantapájaros de Mclan. Al llegar casi al límite de la extenuación, siempre cierro los ojos y me sumerjo en el océano de mis recuerdos. Un viaje que, ni mucho menos, es nuevo para mí, pero su desarrollo siempre varía a merced del capricho de mi estado de ánimo. A veces se trata de un agradable baño en las aguas tranquilas del Pasico de Ucenda, cuando el calor del verano se encuentra en su máximo exponente. Otras, es el mismísimo relato de un naufrago con el que García Márquez consiguió que nunca volviese a aproximarme a ningún vehiculo de transporte marítimo. Pero hoy todo es distinto. Mi estado es completamente neutro. Mi corazón no alberga ni amor ni odio. Parece que, por fin, la guerra entre mis sueños y pesadillas, entre mis anhelos y mis miedos, se ha tomado esa necesaria jornada de bandera blanca. Tal vez por esto no me zambullo entre mis recuerdo como tantas veces antes. Hoy solo me dispongo a disfrutar como un mero espectador, tal como hacía el caminante sobre el mar nubes, protagon
ista de aquel cuadro cuyo autor nunca puedo recordar.
Los recuerdos se van sucediendo ante mis ojos con el embriagador ritmo de un jazz de Coltrane. Aquellos primeros amores, aquellos primeros besos que nunca olvidaremos, las miradas cómplices, los encuentros nocturnos… a la par, también encontramos esos desamores de antaño, con sus lágrimas, desesperación, tristeza y abandono. Es gracioso ver como, al igual que en la vida misma, siempre ambos van de la mano. Pero no solo de amor vive el hombre, aunque a veces sea tan difícil así creerlo. También las imágenes de familiares y amigos tienen cabida dentro de este film en el que me encuentro embebido. Todo tiene cabida dentro del singular argumento, desde esas visitas a casa de la abuela, en las que los huevos fritos y los bocadillos de nocilla eran el más exquisito de los manjares, hasta largas horas de barra en las que, al menos uno de los parroquianos, tenía algo que contar.
Las imágenes pasan una tras otra mientras me limito a disfrutar de su visionado. Hoy no es un día para evaluar el recorrido, solo para disfrutar del paisaje. Así podré meterme en la cama sin pensar en el tiempo perdido, solo en el ansia de gritar a los cuatro vientos: ¡Confieso que he vivido!
La imagen se titula: "Caminante sobre el mar de nubes" de Caspar David Friedrich.



...el hecho de que su segundo nombre fuese Ramón resulta, a este respecto, absolutamente aleatorio, y no es más que una mera coincidencia: no he encontrado testimonio alguno, ni siquiera entre sus más allegados, de que existiera en él la más mínima voluntad de utilizar su segundo nombre de pila.
Sin embargo, no estoy del todo de acuerdo con el feliz hallazgo del anagrama entre las nueve letras de su nombre y primer apellido, porque las posibilidades de encontrar otros nombres como resultado del juego gráfico, nos pueden llevar a otros nombres como: Simón Reja o Román Seji o Jise y otros muchos si indagamos en las combinaciones posibles sin alterar el orden de números y letras, como es obvio. Por ello estoy convencido de que Ramón corresponde a su segundo nombre de pila y Sijé es especulativo como las versiones dadas por José María Balcells en Miguel Hernández, corazón desmesurado, (1975), donde escribe que tiene un parecido con Psijé: alma en griego, «una voluntad auroral de afirmación del espíritu». En la tesis de Odón Bentanzos, se afirma también que lo de Sijé, «lo había sacado de la palabra griega que significa alma». Otros escriben Sitjé, con una “t”, que es un error.
Continua un poco más abajo así:
Empezó José Ramón Marín usando el seudónimo Chás el 20 de junio de 1929 en Actualidad para sus artículos político–literario, le trajo ciertos problemas con la segunda colaboración Mi tío Samuel. (Cuento sin Moraleja), con Riegos de Levante y Eléctrica de los Almadenes porque se sintieron aludidos. Después cuando dirigió la revista Voluntad es cuando usó más seudónimos entre ellos, anotados por Muñoz Garrigós: José Oriolano, Rataplán, Lola de Orihuela Sascha, Marcelo de Nola, Babbitt, y Don Pepe 1931. El mismo autor nos dice en la página 45 de su libro ya anotado al principio que “...ni Chás, ni Rataplán, ni Sasch, ni Marcelo de Nola pueden ser fácilmente relacionados ni con su persona ni con sus escritos. La posibilidad de usar tantos seudónimos se debía a que como él dirigía Voluntad, no tenía colaboraciones suficientes. Después de usar tantos seudónimos se ha quedado para la posterioridad con el más coloquial «compañero del alma», que le diera Miguel Hernández en
Los textos, que no son míos, los podéis encontrar en su original aquí: http://www.orihueladigital.es/orihuela/puntos/ramon_fernandez_ramon_sije_240205.htm

Hoy me he sentado sobre la nostalgia y, sin saber bien el motivo, se me han mezclado los amigos. Las noches de cervezas, las conversaciones que me invento y el tiempo que hace me han llevado a Tolito y en él he visto al Fumador, al Potro de
Os dejo esta canción y estas palabras. Ninguna de ellas es mía. La canción es de Sabina y las palabras, del diccionario.
El fumador cuelga el cartel en la entrada del piso. Siempre que sale, cuando vuelve, lo primero que encuentra es ese cartel, el cartel inmóvil en el piso vacío y lanza una moneda al videt mientras pide un deseo. La Dolce vita, piensa el fumador y sonríe. El fumador ha aprendido que unas simples palabras pueden alegrar la vista cansada.
Ahora, todos los días, al entrar al piso lanza la moneda y todo se queda en calma. Escucha el sonido del cobre zambulléndose en el agua del videt. Quizás algún día el videt se convierta en la Fontana di Trevi y el fumador pueda probar los labios de Anita Ekberg, o quizás nunca ocurra nada y el videt se llene de monedas y el fumador pueda comprar un par de deseos. Pero de momento es sólo eso, un videt lleno de sueños. BOLONIA
He caminado sobre los restos otoñales
de las grandes avenidas,
he pisado las doradas alfombras de noviembre,
cabalgando sobre un sueño presente
he visto el horizonte.
VALENCIA
Cada noche, en tus ojos,
o en la suciedad de los armarios
que escurren en la cocina.
En el desorden de las botellas,
en los restos de la cena.
En cualquier rincón se esconden
esas migajas que llaman poesía.
Deja las llaves del coche sobre la mesa y se despide. Su voz es apenas un susurro, una puerta que se cierra bajo el empuje del aire.
- Me marcho – y baja la mirada hasta los pies de ella. Los zapatos que compró en Barcelona hacía ya cinco años. Desgastados y resquebrajados, eran el recuerdo que pisaba Montse.
- Vale – ella no sabe qué decir. Se arrepiente de haber tomado la decisión. Los dos niños están durmiendo. Los ha acostado pronto para que no vieran la salida de su padre. Él los arropó antes de darles el beso de buenas noches. El último. Que se nubló por culpa de las lágrimas.
- Me voy a casa de mis padres – y mete los calcetines de hacer deporte en la maleta. Es nueva. La ha comprado en una tienda de chinos para realizar el traslado. No quería utilizar las maletas de viaje. Demasiados recuerdos para luego deshacerlas en casa. Mejor así.
- Bien – y le devuelve la novela que estaba leyendo. Montse le quita el marcador de páginas y la mete en la caja con el resto de libros. Javier le había contado alguna vez que en su última relación había perdido algo más que una pareja. Montse no quería que la recordara como la que se quedó con Providence. No. Mejor no.
- Termina de leerlo – era una excusa para volver a verla. Un motivo de reencuentro. Una forma de seguir perteneciéndose.
- No. Prefiero que te lo lleves. Además, no lo entiendo – Javier sonrió. Tampoco lo había entendido. Era una lectura placentera. Una página y otra. Una aventura. Sexo. Desasosiego.
- Yo tampoco lo entiendo – lo dijo con todas las intenciones posibles. Miró a Montse a los ojos, pidiendo una oportunidad. Ella bajó la mirada. Sonrió. Llevaba los zapatos sucios y no había elegido bien los calcetines. Pensó en sacar unos de la maleta. Pensó en limpiarle los zapatos. No. Ese sería el final. Si le sacaba los calcetines de la maleta todo volvería a comenzar.
- Cierra la puerta con cuidado, los niños duermen.
- Mañana pasaré a por los libros.
- No. Te los mando con una empresa de paquetería.
Javier agarró la maleta con furia. No pudo retener las lágrimas. Se lanzó con desesperación hacia Montse y ambos cayeron al suelo. Un grito infantil interrumpió la escena.
- Mamá – era el pequeño Javier que había estado contemplando la escena, en silencio, desde el hueco de la escalera.
Montse se recompuso la ropa después de aquel envite. Miró simultáneamente hacia Javier hijo, después hacia Javier padre.
- Ve a tu habitación – el niño desapareció de la escena. Montse se arrepintió de haber gritado y subió corriendo las escaleras. Entró en la habitación y encontró a Javier escondido debajo de la cama. – Sal cariño.
- No. Yo solo quería que papá no te pegase. – Montse logró que saliese de debajo de la cama, lo abrazó y le acarició el pelo.
- Papá no me estaba pegando. – Las lágrimas comenzaron a caer por su cara, mojando la del niño.
- Y entonces ¿por qué lloras?
- Papá nos quiere.
- Eso ya lo sé, pero te estaba rompiendo la camisa – Montse se ajusta la ropa. Le faltan dos botones y se le ve la ropa interior por el espacio desabotonado de la camisa.
- Son cosas de mayores Javier – Lo abraza con todas sus fuerzas.
- Me haces daño mamá.
- Perdón.
Al fondo se escucha una puerta cerrarse. Con cuidado. Sin golpes. Como una vida que se apaga lentamente. Montse deja al niño sobre la cama, le dice que la espere, que volverá enseguida. Corre escaleras abajo. Ya no está la maleta. Ni Javier. Ha dejado sus llaves, su teléfono. Todo ha quedado sobre la mesa. Montse sujeta fuerte el pomo de la puerta. Llora. No se atreve a salir corriendo tras él. Sube de nuevo a la habitación del niño y allí, mientras llora, los dos se quedan durmiendo.
Reconozco mi ignorancia, aunque muchos se empeñen en reducirla, como es el caso de Javier Moreno. Debo confesar que no conocía a Mario Cuenca, que su nombre me sonaba como otro escritor joven más, y que hoy, mientras esperaba a que el horno transformase un trozo de salmón, me he decidido a leer algo suyo y cómo lo he disfrutado. Me he reído, me he asustado un poco, me he vuelto a reír, y al final he terminado el relato con gran satisfacción, con intención y necesidad de iniciar otro. Esto, reconozco que no es algo habitual en la lectura de relatos, al menos en la mía.
He terminado de leer un relato apocalíptico basado en un videojuego sencillo, como el Pang, como la vida misma. Lo he encontrado en la página de Literaturas.com, en una recopilación de “30 cuentistas sudamericanos” que ha realizado Claudia Apablaza y aquí os dejo el enlace.
Me ha gustado de Mario Cuenca su frescura, la narración cómoda y esa forma de huir de los dantescos mitos culturales para referirse a un Apocalipsis actual. Me ha encantado dejar atrás las lenguas de fuego y las trompetas para dar paso a las esferas de colores y sus rebotes. Me ha gustado ser parte de esta cultura de veinticinco pesetas, en la sala de juegos de mi pueblo, en la que acababan de quitar las mesas de pimpón para hacer sitio a los comecocos, al Street Fighter o al Tetris. Ay, la vida como un Pang o como un Tetris.
Yo voy a buscar más de este Mario Cuenca. Ahora me meteré en su blog, a ver qué encuentro por ahí.
A veces paso horas mirando el rostro de John Wayne. A veces. Sucede que miro su rostro durante horas. Allí. En la pared. Un rostro que se esconde tras el humo de un cigarro. Algunas tardes, cuando las paso mirando a John Wayne, me pregunto qué habrá tras ese humo, qué se esconderá tras esa cortina densa y azulada que ondea estática en el aire. ¿Será John Wayne? Quizás sí, o quizás no haya nada, o encontremos algún personaje de Jhon Ford o al mismísimo Jhon Ford o a Jack Daniel´s. Puede que sea Jack Daniel´s guiñando el ojo, sacando la lengua, tras el humo del cigarrillo de John Wayne. ¿Qué habrá tras ese humo? quizás grandes llanuras desérticas o un prado verde donde canta bucólica Maureen O´Hara, o quizás sea el gran Jack, no el Daniel´s, sino el gran Jack y mire al cielo entre calada y calada. El humo siempre se hace más denso y me pregunto si a su través no se esconde un viejecito que camina por los parques con la boina entre los puños mientras mil palomas alzan el vuelo a su paso. Quizás John Wayne no exista y dedique tardes enteras a apreciar un cuadro vacío, como las autovías de madrugada. O tal vez John Wayne si exista y pase tardes mirando su cuadro hasta que me doy cuenta de que el humo no es de John Wayne si no del cigarro que me acaba de quemar los labios y se ha caído al suelo. Cuando recojo la colilla alzo la cabeza y allí está. Es él. Es John Wayne.
Es costumbre en Bullas desde hace tres años realizar un recital de verano con acompañamiento de guitarra española en el mes de agosto. Normalmente dicho recital es realizado en el patio de la casa-museo de don Pepe Marsilla, una antigua mansión ubicada en el centro del pueblo que años atrás había pertenecido a una de las familias más pudientes del lugar y que en la actualidad ha sido cedida al ayuntamiento. El lugar era bastante idílico para realizar el acto, pues se trata de un viejo patio castellano que, iluminado por una tenue luz, creaba un ambiente bastante acogedor. El acto era organizado por miembros de la antigua asociación cultural Zenobia, y varias personas del pueblo se subían al escenario y recitaban poemas, unas veces suyos y otras veces de los grandes poetas. Por desgracia el pasado verano el patio se encontraba en obras para su total restauración por lo que el recital se trasladó al Museo del Vino. Como novedad también fue que los encargados para organizar el acto fue la reciente asociación juvenil Circulo alternativo que mantuvieron la esencia de los antiguos recitales menos el cambio de ubicación por motivos ajenos a ellos.
Esa mañana de geranios rojos el niño aprendió que las palabras hacen cosquillas en el alma. Lo aprendió al escuchar a don Severiano, su profesor de literatura, recitar un poema de Machado. El niño no entendía lo que quería decir el poema pero vio a don Severiano reír. Todos los niños adivinaron su sonrisa entre los pelos de aquel gran bigotazo que lucía y después le oyeron decir: ¿Os dais cuenta? El poder de las palabras, de las palabras que hacen cosquillas, cosquillas en el alma. Todos los niños rieron también, como contagiados por aquellas palabras misteriosas.