
Fue ayer, sí, solo hace un día que soy ciudadano de pleno derecho. Tengo mi fotografía, mi dirección y los papeles en regla. Ya puedo salir a la calle con la frente alta y mirar a todo el mundo a la cara. Antes, antes todo era distinto. Me ocultaba de las miradas, rehuía los comentarios; pero todo esto forma parte del pasado.
Os cuento. Llegué casi a la una y media. No había nadie esperando, solo ella detrás de la mesa. Me apuntó con sus pestañas y con sus gafas rojas. Me miró como se mira a un desheredado de la sociedad y me dijo: “Creo que es el momento”. Yo me puse rojo. Sabía que algo importante iba a pasar. La excitación se repartió por mi cuerpo a partes iguales: un poco por las orejas (rojas, por supuesto), las manos comenzaron a temblar, un hormigueo me bajó de la barriga al ombligo y un poco más abajo; y me tuve que sentar para no hacer el ridículo. Ella parecía controlar la situación. “¿Es tu primera vez, verdad?” Asentí con alguna parte de mi cuerpo, pero mi cabeza permanecía quieta. Ella sonrió. “Hoy es mi cumpleaños y no me gustaría salir tarde”. Algo tuvo que pasar entre aquellas palabras y el momento en que ella volvió la pantalla del ordenador. ¿Eh? Yo soy así de expresivo cuando quiero, otras veces hablo sin parar; pero hay ocasiones en las que las palabras sobran. Ya sabéis, hay ocasiones en que digas lo que digas al final la vas a cagar y entonces no decir nada es una ventaja. Allí estaba yo, como un pasmarote, como un desheredado, como un gilipollas con todas las letras. Allí, mirando la pantalla del ordenador y diciendo que sí, no me pregunteis a qué, yo solo asentía.
“Bueno, y ahora comienza a darme tus datos. Es una formalidad. Papeleo rutinario” Y yo le dije que mi padre tenía un diente picado, que las tierras las teníamos labradas pero no habíamos cavado los cornijales. También le dije que la hipoteca me estaba comiendo las uñas de los pies. Le di mi nombre, la dirección, el nombre de mi tapa preferida y por supuesto le di la marca del licor café que me gusta: el del Tatín. “Hala, ya hay bastante” Ya me había desnudado, le había dicho todo y ella volvió la pantalla del ordenador hacía su silla. “Se acabó. Ahora a lo nuestro” Y fue entonces cuando me sentí cambiado. Había perdido la virginidad, la decencia y hasta una moneda de diez céntimos que llevaba en el bolsillo. Perdí la dirección de correo y las ganas de levantarme de la silla. Me perdí en aquella experiencia mística.
Ahora, que camino con la frente alta y miro a la gente a la cara no puedo dejar de acordarme de ella. Que sí, que ella existe y esto no fue un sueño. Ella fue la que me empujó al pecado, al dolor de esperar una respuesta, al placer de un “me gusta esto” o a que fulanico quiera ser amigo tuyo. Fue ayer. Un día hace que perdí la virginidad. Ya tengo feisbuk.