
Las maletas son recogidas. La cinta se queda vacía y él gira. Hacia la derecha, en dirección contraria al tiempo, en busca del amanecer. Solo. Ya nadie le mira, no se alborotan frente a su particular tiovivo. Todo parece detenerse y en segundos se informa por megafonía de un nuevo aterrizaje. De nuevo el giro, los ojos ansiosos, la relajación, la mano que aferra la maleta como un salvavidas y el olvido. Mira mamá, hay un señor en la cinta de las maletas. No hagas caso, tienes que estar atenta a tu maleta azul, cuando aparezca la tienes que coger fuerte. Pero la niña no deja de mirar a Quisque. Se reconocen. La señora que la acompaña busca con desesperación la maleta. No aparece. Corre hacia el puesto de la policía y la niña se queda frente a la cinta. Mira a Quisque. Se sube y comienza a girar. Mira mamá, es muy divertido. Sube. La madre mira a Quisque como a un degenerado. Cuando la niña se acerca, la madre la toma del brazo y la arrastra como una maleta. Quisque espera paciente a que alguien haga lo mismo con él. Mientras tanto gira y disfruta de la cara de los viajeros.



Camina por los pasillos de las aulas con las manos dentro de una gabardina que le queda demasiado grande y un sombrero de copa pasado de moda. Es largo y encorvado, como un ciprés que amenaza con caer en cualquier momento. Le veo acercarse desde lejos con la blanca luz de un día de lluvia brillando a sus espaldas. Es como una sombra, como un fantasma que vaga por aquellas oscuras aulas que dirige desde hace cincuenta años. Me resulta curioso el tamaño de sus pies, son diminutos, casi inexistentes, lo que le da a sus andares un toque de ingravidez.




















