Desde que comenzó en el nuevo proyecto Fernández ha estado postergando una charla con su conciencia. Dos semanas de rutinario trabajo han pasado ya. Comprobación de los protocolos de los componentes electrónicos de una parte del sistema de transmisiones. Él no verá el Producto Final, su empresa sólo se ocupa de una fracción del ingente trabajo que éste conlleva. El Producto Final. El Producto Final es lo que es. Él ha tratado de no pensar en el Producto Final, si bien, su conciencia le ha obligado a elevar los ojos de la pantalla, y buscar lo más parecido a un horizonte que tuviera a mano. Su vista desenfocada se clava al final del pasillo para mirar sin ver, mientras su conciencia se empeña en que vea sin mirar. Jamás pensó que trabajaría revisando componentes de misiles. Por un momento piensa que un camello tampoco pensaría en ser camello, ni una puta, ni un ladrón, ni un asesino, ni tan siquiera el enterrador del cementerio se veía con 15 o 16 años metiendo muertos y sacando huesos de los nichos. La vida a veces es como esos pasatiempos infantiles en los que se van uniendo puntitos con líneas… al final aparece el dibujo de nuestra vida. Y a veces no nos gusta demasiado.
El hilo musical deja caer desde el techo gastadas melodías en versiones no originales. Alimentan tan poco al oído como la fotografía de un pan al estómago. El sonido de los teclados de sus compañeros se escapa entre las paredes prefabricadas de los compartimentos. El siguiente proyecto será distinto, estará relacionado con los GPS de una conocida empresa de automóviles. Hay que joderse, cómo se parecen en el fondo ambos trabajos, técnicamente hablando. Si no fuera por los documentos que firmaron al principio de comenzar con este trabajo, casi ni se habría dado cuenta de que el Producto Final era lo que era. Es lo que es.
La vista vuelve al teclado, fugazmente fantasea con la idea de ponerlo todo al revés y que al primero que lo lance le reviente en los morros el puto cohete. Poco después se da cuenta de que lo ha imaginado con la estética de los viejos dibujos de Tom y Jerry. La justicia poética se le rebajó a la forma irreal de un dibujo animado de los años 50. Fernández se conmueve al pensar que a su cuadriculado cerebro de ingeniero le han faltado cojones para ponerle imagen real a su imaginaria venganza. Su cabeza sabe perfectamente que cualquier pequeño fallo es depurado en 10 líneas simultáneas de comprobación de errores. Su cerebro se ha negado a darle imagen real a un error que no puede ocurrir. Nunca. Jamás.
Se acerca la hora de comer, pero Fernández no tiene hambre. Mira con triste expresión la consola que parpadeando espera ansiosa que le introduzca algún comando, como un perrillo que quisiera jugar. Apaga el terminal, se levanta y sale por el pasillo de las entrañas del edificio. La charla de dos compañeros llega hasta él. “¿Estos no matan a gente?” “No, dicen que son para satélites”. Respira Fernández aliviado, tratando de que lo imite su conciencia, que recela.
Este texto es de un colaborador que prefiere el anonimato, desde aquí agradecemos su trabajo.
El hilo musical deja caer desde el techo gastadas melodías en versiones no originales. Alimentan tan poco al oído como la fotografía de un pan al estómago. El sonido de los teclados de sus compañeros se escapa entre las paredes prefabricadas de los compartimentos. El siguiente proyecto será distinto, estará relacionado con los GPS de una conocida empresa de automóviles. Hay que joderse, cómo se parecen en el fondo ambos trabajos, técnicamente hablando. Si no fuera por los documentos que firmaron al principio de comenzar con este trabajo, casi ni se habría dado cuenta de que el Producto Final era lo que era. Es lo que es.
La vista vuelve al teclado, fugazmente fantasea con la idea de ponerlo todo al revés y que al primero que lo lance le reviente en los morros el puto cohete. Poco después se da cuenta de que lo ha imaginado con la estética de los viejos dibujos de Tom y Jerry. La justicia poética se le rebajó a la forma irreal de un dibujo animado de los años 50. Fernández se conmueve al pensar que a su cuadriculado cerebro de ingeniero le han faltado cojones para ponerle imagen real a su imaginaria venganza. Su cabeza sabe perfectamente que cualquier pequeño fallo es depurado en 10 líneas simultáneas de comprobación de errores. Su cerebro se ha negado a darle imagen real a un error que no puede ocurrir. Nunca. Jamás.
Se acerca la hora de comer, pero Fernández no tiene hambre. Mira con triste expresión la consola que parpadeando espera ansiosa que le introduzca algún comando, como un perrillo que quisiera jugar. Apaga el terminal, se levanta y sale por el pasillo de las entrañas del edificio. La charla de dos compañeros llega hasta él. “¿Estos no matan a gente?” “No, dicen que son para satélites”. Respira Fernández aliviado, tratando de que lo imite su conciencia, que recela.
Este texto es de un colaborador que prefiere el anonimato, desde aquí agradecemos su trabajo.
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