Quisque vendía aire. De niño, mientras el resto de niños hablaban, reían o corrían tras un balón, Quisque los contemplaba. Había observado lo que les faltaba a aquellos infantes y así fue como comenzó a vender aire a cambio de esfuerzo físico. Él hacía los ejercicios en clase a cambio de no correr en clase de gimnasia. Quisque resumía los libros de lengua española y evitaba las caminatas de los días de excursión. Siempre había un compañero dispuesto a respaldar su debilitada situación física y los profesores, sabiendo el juego que tenía entre manos, le decían que tenía alma de truhán. Él los miraba marcharse en sus coches hacia la ciudad y contaba los días que le faltaban para alejarse del pueblo de las antenas.
Durante la comida, mientras sonaban las palabras de sus padres o de la televisión, Quisque buscaba la forma de salir del pueblo. Preguntó el precio del billete de tren para la ciudad. Tras hacer los cálculos necesarios decidió cambiar su negocio, dejó de vender aire y comenzó a vender humo. Sería un negocio más rentable y menos cansado. Recogía el humo de los coches de los profesores para vender los tarros de cristal a sus compañeros de colegio. Éste es el aire de la ciudad, les decía y todos mostraban un gran interés por saber qué se sentía al respirarlo. Mientras sus compañeros tosían y escupían tras respirar aquel aire, Quisque iba acumulando monedas para el tren que lo alejaría del pueblo.
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