A los que se sientan identificados, in memoriam
El edificio era tan oscuro como su pasado. Su cuerpo blando se perdía entre las colillas del cenicero. Nadie sabía que estaba en aquel lugar desde hacía muchos meses.
Su salida del pueblo fue precedida por un concierto de la charanga municipal. Se iba la mente más privilegiada, el único que había logrado una respuesta del Ser Supremo. Conservaba la misiva doblada en el bolsillo interior de la chaqueta cuando subió al tren.
Dudaba si en su llegada a la ciudad lo recibirían con petardos y música o sería una recepción discreta para no levantar envidias. Al fin, él era presidente de las juventudes adeptas e incluso pudo crear su propio partido, pero decidió mantenerse fiel a la causa. El pueblo decía: “Aún es nadie, pero pronto será un personaje importante” y todos luchaban por apretar su mano adolescente en un saludo.
Nadie estaba esperando en la estación de tren y tuvo que preguntar a un barrendero por las señas que indicaba la carta del Todopoderoso. Él, que nunca había requerido información, que se aprendió la lista de reyes visigodos con solo diez años y los enumeraba con un sonsonete altivo mientras las vecinas de su calle murmuraban: “Este chico será una persona respetada”; él, ahora, tenía que preguntar a un mínimo recogedor de basura la dirección que marcaría su futuro. La mente rural, estoica, mantenía el gesto al tiempo que aquella escoba urbana lo miraba como a un desperdicio con chaqueta de pana, alpargatas de lona y maleta de cartón.
Se marchó hacia la urbe creyendo que todo era una prueba de El que todo lo puede. Recordó las tácticas que él mismo había utilizado cuando se encerraba en casa frente a un mapa y movía los ejércitos sobre Europa repitiendo las estrategias de Napoleón, de Hitler o de Alejandro Magno. Sus padres presumían ante las visitas: “El día de mañana todos conocerán al genio que se esconde en su mente”.
El Consistorio le recibió en plena siesta. Nada ni nadie se movía en su interior. Pensó que habría reunión del equipo de gobierno con la oposición para discutir qué puesto se le otorgaría: asesor, consejero, adjunto, promotor… Sonreía al pensar en aquella difícil decisión porque sabía que su potencial era inmenso. Con sólo once años y dos días se postuló para ayudante del profesor en la escuela primaria y en solo dos meses aprendió todas las fechas y las poblaciones y las capitales y cualquier elemento remarcado en negrita en el libro de Geografía e Historia. Con una pegatina de profesor adjunto en el pecho expuso, clase por clase, como un mono de feria, todos sus conocimientos.
El profesor, conocedor de las cuatro reglas de la aritmética, de los entresijos de la lectura y la escritura, había soportado el paso de los años desde su incorporación como maestro rural hasta los nuevos tiempos; pero había descubierto que no es necesario saber lo que ponen los libros y, de este modo, solo los abría para exigir que fulanito leyese el primer párrafo, menganito el segundo y zutanito el tercero y así hasta que la campana del centro indicaba que había que cambiar de grupo donde encontraría otro fulanito y otro menganito y otro zutanito lector.
Pasó el tiempo de la siesta y llegó la merienda y la cena y la noche y la mañana y el desayuno y el descanso de media mañana y la hora de la comida y la siesta y el círculo crecía un día tras otro sin que nadie apareciese por el Consistorio. El conserje al principio lo miraba y le ofrecía agua, después conversación y a la semana le concedió la categoría de un insecto que camina por los pasillos de un edificio en ruinas.
Camilo, porque Camilo era un nombre que siempre le gustó, sacaba de su maleta el trozo de queso y el pan que había traído para los primeros días del viaje, después se comió el chorizo y la salchicha que su madre había envuelto en papel de periódico para agasajo del Magno ordenante. Camilo almorzaba revisando las titulaciones firmadas por aquel que ostenta el poder supremo y que rubrica los esfuerzos de tantos jóvenes a los que desconoce e iguala en un trazo de tinta negra. Nadie más en el pueblo había obtenido dos de aquellos cartones que pendieron de un clavo en la sala familiar y ahora le acompañaban en la espera.
Una mañana de primavera apareció un hombre de chaqueta con un maletín en el que se podía leer: secretario del secretario segundo del ayudante del encargado de colocar los documentos en los archivadores de la biblioteca municipal. Camilo le enseñó su carta amarillenta y sus títulos grasientos y le tendió una mano famélica que fue rechazada; pero Camilo decidió esperar la llegada del que había firmado aquella carta tan celebrada en el pueblo.
Los pasillos del Consistorio se convirtieron en su madriguera, por la que caminaba encorvado y con la cabeza gacha por si se encontraba con el Poder. Él seguía considerándose pura potencia, futuro imprevisible y mañana soleado; sentado en los sillones del salón de plenos del ayuntamiento se imaginaba asesorando, opinando y siendo requerido para aportar la solución final a todos los problemas.
Con el transcurso de los meses, los paseos se redujeron al pasillo de la alcaldía, después acortó su periplo desde un macetero hasta la puerta. Cada vez caminaba menos, no comía, no bebía y su cuerpo se volvía blando. Sus extremidades casi invisibles, su voz húmeda y sus ojos proyectados hacia delante le conferían la apariencia de una babosa.
La semana previa a las elecciones Camilo reposaba junto a un cenicero en la puerta de la alcaldía. Nadie había pasado por el pasillo en los últimos nueve meses hasta que una señora limpió el mármol con un cepillo abrillantador, recogió las colillas que se acumulaban en el suelo. Camilo se libró de terminar en una inmensa bolsa verde al ocultarse tras el cenicero.
Su disminuido cuerpo ya no era visible ante nadie. Cuando dos horas más tarde llegó un séquito de secretarios con maletines y un señor fumando reconoció que era el momento. Gritó pero nadie miró hacia donde él estaba. El zapato de uno de aquellos secretarios cayó sobre el cuerpo de lo que parecía una lombriz, un ciempiés o una simple larva de mosquito y giró sin que nadie escuchase el agónico grito.
Dentro del despacho habló el Poder: “Camilo no ha venido, no es un chico formal y nunca llegará a ser nadie. Seguro que es otro listillo como José López Martí o como Espinosa, que no saben vivir más que criticando a los que trabajamos por el pueblo”. Cogió de un estante la primera edición de La fea burguesía y la arrojó a la chimenea al tiempo que pedía a uno de los secretarios que encendiese el fuego.
Hola, esto que escribes va sobre el libro La fea burguesía? o no tiene nada que ver. Sea lo que sea, merece mucho la pena.
ResponderEliminarUn saludo.
HB
Felicidades señor Quisque, siempre consigue emocionarme. Le agradezco que alegre mis tardes con sus letras. NO decaiga señor Quisque, por aquí hay mucha gente que le admira.
ResponderEliminarUn abrazo.
¿Es tuyo o es un fragmento de Miguel Espinosa?
ResponderEliminarUn saludo.
Quisque se siente abrumado. No esperaba esta respuesta. Vamos, que no esperaba respuesta a este texto que llamó "Espinosa's style". Era un ejercicio. Después un texto olvidado. Hoy se convertía en una tabla de salvación. Ya había encontrado algo para colgar en el blog. Además tenía continuidad con el anterior texto sobre Espinosa.
ResponderEliminarQuisque te agradece esta magnífica duda Dyhego. Es un texto de Quisque y la sola duda le ha puesto el color rojo en las mejillas. Qué gran duda. Qué respeto. Qué miedo. Quisque necesita respirar profundo para seguir escribiendo. Gracias Dyhego.
HB. Quisque leyó a Espinosa hace unos años, cuando era un Zenobio sin escrúpulos. Leyó e intentó imitar el estilo. No sabe si está inspirado en La fea burguesía o en Tríbada o en Escuela de Mandarines. No sabe ni cómo pudo escribir esto. Después lo ha intentado y no lo ha podido repetir. El personaje principal vive en tu pueblo, HB, si ves a Quisque pregúntale, invítale a una cerveza, y quizá te lo cuente. Un abrazo desde la mesa de los sobreros.
Señor anónimo. Gracias por sus ánimos. A Quisque le abruma pensar que hay alguien que sigue este blog. Le animan sus comentarios. Y promete que luchará contra el reloj para seguir escribiendo. Hasta tal punto lucha, que el fin de semana pasado le ganó una hora a la noche.
Uff. Quisque se siente muy feliz por estar aquí.
Ese quizá te lo cuente se convertirá en un sí, si cambiamos una cerveza por muchas. Lo de cuando involuciona a una babosa es de lo mas guapo que me he leido ultimamente, me gustaría saber a quién le pasó eso. Me gusta cuando la gente escribe sobre personajes de tierras altas y olvidadas.
ResponderEliminarun saludo.
HB
Ay, las tierras altas. Alguna vez quisieron llamar así a la comarca donde nació Quisque.
ResponderEliminarCerveza, conversación. Beber, vivir. Beberemos esas cervezas a mi regreso de Oviedo. Hablaré con Woody Alen y volveré a pasear junto a él.
Quisque convivió con el protagonista. Vio el rastro de babas alrededor del ayuntamiento. Vio como rompía su carné rojo hasta perder un poco de color. Cartagena también le vio pasear sus calles. Allí compartió sofá con amigos comunes. Cuánta fanfarria para terminar en una cuneta.
HB. Gracias por tus palabras y por esas cervezas.
quisque