Madrid ocupaba un espacio indefinido entre los sueños y mi biblioteca. Cuando Abril me invitó a visitarla, le dije que no sabría llegar hasta un lugar que no existe. Retrasé dos años aquella visita, hasta que otros amigos más decididos que yo me confirmaron que la ciudad existía y no era un invento de la televisión.
Llegué tal y como había prometido: pantalón de pana, peinado con raya en el lado izquierdo y con un petate al hombro. La ciudad era real, Manolo también lo podía confirmar, y sólo quedaba buscar el centro de mi invención madrileña. Abril nos recibió con un abrazo interminable y nos preguntó qué queríamos ver, sin pensar en nada afirmé: el Café Gijón.
Aquel café no tenía forma ni color, era algo más que un espacio físico, era una tertulia. En aquel sueño, en aquel mito que me había construido durante las tardes de domingo, se reunían escritores de distintas épocas, de distintos países y hablaban de temas tan interesantes y desconocidos que podían alargar las tardes hasta la mañana siguiente.
Al llegar a Paseo de Recoletos número 21 me encontré frente a aquel edificio sin forma. Era una cafetería de grandes ventanales que conservaba un ambiente impregnado de cultura y postguerra. Entramos y ocupamos el local entre bromas. Todo estaba tranquilo.Nadie defendía ninguna teoría extraña ni golpeaba con su puño sobre la mesa para sostener su opinión. A cambio encontramos grupos de personas, casi todas mayores, comiendo o tomando el café de las tres de la tarde. El local estaba lleno, a excepción de una mesa pequeña con el cartel de reservado sobre ella, pero no reconocí a ningún escritor conocido en la cafetería.
La barra estaba a la izquierda, custodiada por camareros vestidos con chaleco que nos observaban; al frente, unas escaleras que parecían la entrada a una bodega y en las que el cartel: salón de té, les daba una utilidad y un sentido poco misterioso; a la derecha, un conjunto de mesas bajo unas lámparas que colgaban del techo; junto a los ventanales de la derecha, la mesa vacía; y, junto a la puerta, una pequeña mesa y una placa en la que se podía leer: “Aquí vendió tabaco y vio pasar la vida Alfonso, cerillero y anarquista”. Pensé que aquel homenaje era el recuerdo de un grupo de amigos y clientes que habían compartido el lugar con alguien ya desaparecido.
Un señor con chaleco negro y pelo engominado se acercó a nosotros. Creímos que nos iba a invitar a marcharnos, pero preguntó si íbamos a tomar algo. Le respondimos que sí, mientras terminábamos de ver el local con ojos de ensoñación. No comprendimos la razón por la que nos llevó hasta la mesa que permanecía vacía junto a los ventanales, retiró el cartel de ocupado y tomó nota de lo que íbamos a tomar: un belmonte para Pablo, un carajillo para mí, un café solo para Abril, un cortado para Juan, un café asiático para Manolo y una manzanilla para Clara. El camarero sonrío, nadie había repetido la consumición del anterior.
Mientras esperábamos el regreso del camarero nos miramos sorprendidos, como pidiendo una explicación. Con el local lleno, podíamos habernos marchado sin tomar nada y el deseo se habría cumplido sólo a la mitad; pero no fue así. Además nos sentamos junto a un cartel que indicaba: “En esta mesa se reúne a las cinco de la tarde la tertulia de los poetas desde el año 1953”, parecía increíble. Algunos clientes nos miraban, creo que con cierto recelo; otros, que llegaron más tarde, pasaban a nuestro lado y ocupaban las mesas que habían ido quedando vacías. Cuando nos levantamos, sobre las cinco y media, la mesa fue ocupada por varios señores vestidos de chaqueta y totalmente desconocidos para nosotros. Pagamos los cafés a precio de oro y nos despedimos del camarero que nos había ofrecido aquel regalo. La tarde nos había dejado un sabor muy similar al del éxito.
La visita al café y las dos placas junto a las mesas vacías, la de los ventanales y la de la entrada, me han acompañado desde febrero del 2005 en el que realicé aquel viaje. Manolo y yo asumimos, durante el regreso a Murcia, que Alfonso debía de haber sido un personaje en el Madrid de los años sesenta o setenta; que habría muerto y se le recordaba desde siempre. La pereza mental nos llevó a aceptar como ciertas las suposiciones que nosotros mismos habíamos inventado.
Hoy recuerdo este viaje porque he encontrado en la red un periódico especializado en necrológicas. La informática ha creado ese lugar que ocupaba Madrid en mi cabeza, ese espacio entre la imaginación y los libros donde todo es posible y real. He abierto esa página y, ordenados alfabéticamente y por fecha de defunción, se alinean los nombres de los personajes famosos que han ido muriendo; además, la página da la oportunidad de encontrar difuntos anónimos ordenados por provincias. He revisado la lista de nombre conocidos y he encontrado algún escritor de segunda fila y un cineasta olvidado, entre otros. Aburrido he mirado sus biografías y no me han aportado nada.
Alfonso González Pintor. Hay nombres que no son propios de personas famosas. Al ver este nombre algo me ha llevado a indagar quién era y me sorprendo al comprobar que Alfonso Sigfrido González Pintor, natural de Barruelo de Santillán en la provincia de Palencia, había fallecido el cuatro de febrero del 2006. Éste no habría sido un gran acontecimiento si no hubiese sido porque su mayor mérito era ser el cerillero del Café Gijón en Madrid.
He leído con detenimiento su biografía, hecha a retazos por los amigos escritores y artistas que ocuparon las sillas de la cafetería de la capital. En ella se destacan como principales méritos no haber sido un niño exiliado a Rusia tras la guerra y haber quedado huérfano en España, con todas sus miserias; Juan Cruz destaca su libertad de pensamiento y su honradez; Arturo Pérez Reverte escribió aquella placa que tanto me sorprendió hacía ya más de un año: “Aquí vendió tabaco y vio pasar la vida Alfonso, cerillero y anarquista”, para el homenaje que se le rindió en el año 2004; otros destacan su forma de morir como un corte de mangas a las leyes: la ley antitabaco que impide que Alfonso siga ejerciendo su oficio coincide con el accidente de tráfico que le fracturó varios huesos; una neumonía durante su recuperación le provoca la muerte en febrero.
Mientras escribo esto, imagino que para Alfonso tampoco sería un lugar conocido aquel Madrid al que llegó desde su pueblo en Palencia y que nunca pensó que llegaría a tener un espacio en el lugar que queda entre mi imaginación y los libros. Desde aquí, desde un pueblo perdido del noroeste murciano, aún hay quien, sin haberlo conocido, le echa de menos, y ha aprendido a no asumir como verdaderas las conclusiones que uno inventa al volver en coche desde Madrid a Murcia.
Llegué tal y como había prometido: pantalón de pana, peinado con raya en el lado izquierdo y con un petate al hombro. La ciudad era real, Manolo también lo podía confirmar, y sólo quedaba buscar el centro de mi invención madrileña. Abril nos recibió con un abrazo interminable y nos preguntó qué queríamos ver, sin pensar en nada afirmé: el Café Gijón.
Aquel café no tenía forma ni color, era algo más que un espacio físico, era una tertulia. En aquel sueño, en aquel mito que me había construido durante las tardes de domingo, se reunían escritores de distintas épocas, de distintos países y hablaban de temas tan interesantes y desconocidos que podían alargar las tardes hasta la mañana siguiente.
Al llegar a Paseo de Recoletos número 21 me encontré frente a aquel edificio sin forma. Era una cafetería de grandes ventanales que conservaba un ambiente impregnado de cultura y postguerra. Entramos y ocupamos el local entre bromas. Todo estaba tranquilo.Nadie defendía ninguna teoría extraña ni golpeaba con su puño sobre la mesa para sostener su opinión. A cambio encontramos grupos de personas, casi todas mayores, comiendo o tomando el café de las tres de la tarde. El local estaba lleno, a excepción de una mesa pequeña con el cartel de reservado sobre ella, pero no reconocí a ningún escritor conocido en la cafetería.
La barra estaba a la izquierda, custodiada por camareros vestidos con chaleco que nos observaban; al frente, unas escaleras que parecían la entrada a una bodega y en las que el cartel: salón de té, les daba una utilidad y un sentido poco misterioso; a la derecha, un conjunto de mesas bajo unas lámparas que colgaban del techo; junto a los ventanales de la derecha, la mesa vacía; y, junto a la puerta, una pequeña mesa y una placa en la que se podía leer: “Aquí vendió tabaco y vio pasar la vida Alfonso, cerillero y anarquista”. Pensé que aquel homenaje era el recuerdo de un grupo de amigos y clientes que habían compartido el lugar con alguien ya desaparecido.
Un señor con chaleco negro y pelo engominado se acercó a nosotros. Creímos que nos iba a invitar a marcharnos, pero preguntó si íbamos a tomar algo. Le respondimos que sí, mientras terminábamos de ver el local con ojos de ensoñación. No comprendimos la razón por la que nos llevó hasta la mesa que permanecía vacía junto a los ventanales, retiró el cartel de ocupado y tomó nota de lo que íbamos a tomar: un belmonte para Pablo, un carajillo para mí, un café solo para Abril, un cortado para Juan, un café asiático para Manolo y una manzanilla para Clara. El camarero sonrío, nadie había repetido la consumición del anterior.
Mientras esperábamos el regreso del camarero nos miramos sorprendidos, como pidiendo una explicación. Con el local lleno, podíamos habernos marchado sin tomar nada y el deseo se habría cumplido sólo a la mitad; pero no fue así. Además nos sentamos junto a un cartel que indicaba: “En esta mesa se reúne a las cinco de la tarde la tertulia de los poetas desde el año 1953”, parecía increíble. Algunos clientes nos miraban, creo que con cierto recelo; otros, que llegaron más tarde, pasaban a nuestro lado y ocupaban las mesas que habían ido quedando vacías. Cuando nos levantamos, sobre las cinco y media, la mesa fue ocupada por varios señores vestidos de chaqueta y totalmente desconocidos para nosotros. Pagamos los cafés a precio de oro y nos despedimos del camarero que nos había ofrecido aquel regalo. La tarde nos había dejado un sabor muy similar al del éxito.
La visita al café y las dos placas junto a las mesas vacías, la de los ventanales y la de la entrada, me han acompañado desde febrero del 2005 en el que realicé aquel viaje. Manolo y yo asumimos, durante el regreso a Murcia, que Alfonso debía de haber sido un personaje en el Madrid de los años sesenta o setenta; que habría muerto y se le recordaba desde siempre. La pereza mental nos llevó a aceptar como ciertas las suposiciones que nosotros mismos habíamos inventado.
Hoy recuerdo este viaje porque he encontrado en la red un periódico especializado en necrológicas. La informática ha creado ese lugar que ocupaba Madrid en mi cabeza, ese espacio entre la imaginación y los libros donde todo es posible y real. He abierto esa página y, ordenados alfabéticamente y por fecha de defunción, se alinean los nombres de los personajes famosos que han ido muriendo; además, la página da la oportunidad de encontrar difuntos anónimos ordenados por provincias. He revisado la lista de nombre conocidos y he encontrado algún escritor de segunda fila y un cineasta olvidado, entre otros. Aburrido he mirado sus biografías y no me han aportado nada.
Alfonso González Pintor. Hay nombres que no son propios de personas famosas. Al ver este nombre algo me ha llevado a indagar quién era y me sorprendo al comprobar que Alfonso Sigfrido González Pintor, natural de Barruelo de Santillán en la provincia de Palencia, había fallecido el cuatro de febrero del 2006. Éste no habría sido un gran acontecimiento si no hubiese sido porque su mayor mérito era ser el cerillero del Café Gijón en Madrid.
He leído con detenimiento su biografía, hecha a retazos por los amigos escritores y artistas que ocuparon las sillas de la cafetería de la capital. En ella se destacan como principales méritos no haber sido un niño exiliado a Rusia tras la guerra y haber quedado huérfano en España, con todas sus miserias; Juan Cruz destaca su libertad de pensamiento y su honradez; Arturo Pérez Reverte escribió aquella placa que tanto me sorprendió hacía ya más de un año: “Aquí vendió tabaco y vio pasar la vida Alfonso, cerillero y anarquista”, para el homenaje que se le rindió en el año 2004; otros destacan su forma de morir como un corte de mangas a las leyes: la ley antitabaco que impide que Alfonso siga ejerciendo su oficio coincide con el accidente de tráfico que le fracturó varios huesos; una neumonía durante su recuperación le provoca la muerte en febrero.
Mientras escribo esto, imagino que para Alfonso tampoco sería un lugar conocido aquel Madrid al que llegó desde su pueblo en Palencia y que nunca pensó que llegaría a tener un espacio en el lugar que queda entre mi imaginación y los libros. Desde aquí, desde un pueblo perdido del noroeste murciano, aún hay quien, sin haberlo conocido, le echa de menos, y ha aprendido a no asumir como verdaderas las conclusiones que uno inventa al volver en coche desde Madrid a Murcia.
Alfonso pertenece a la larga estirpe de perdedores heróicos que forman la legión de utópicos enterrados en España, con la compañía de unos pocos amigos. ¡Salud y larga vida!
ResponderEliminarAsí la vida te demuestra que todo y todos, estamos conectados en una red invisible que nos devuelve a donde queremos.
ResponderEliminarEspero leerte más y pronto.
Un abrazo fuerte para tu colega de blog.
Grácias por pasearte por mi excéntrica cabeza :)
Hola amigos, desde culturajos os quiero dar las gracias por vuestros comentarios, aunque la entrada pertenece a Quisque y cuando vuelva de su viaje por Oviedo el os responderá como debe ser pues el texto es suyo. Goonie, a ti decirte que me he paseado por tu Blog y me siento identificado con tu lluvia, con tu forma de pasear bajo el agua y nunca sentirte solo. y a tí Pobrecito Hablador decirte que cuando llueva de nuevo saldré a buscar tus caracoles y hacerme un buen arroz con conejo.
ResponderEliminarSeguiremos leyéndonos.
Un abrazo.
El fumador.
De regreso de Oviedo vuelvo a esta cafetería. Gracias por los comentarios y por las lecturas.
ResponderEliminarHablador. Sí, Alfonso es ese vacío que queda a la derecha. Extraño lugar para un anarquista. Alfonso es de esos huecos que no es fácil llenar, que nadie se atreve a llenar, que no hace falta llenar. Alfonso es el espíritu de la colmena. Él me encontró al volver de Madrid, en una página de necrológicas. En aquel tiempo yo era el necrólogo oficial de un fanzine. ¡Qué tiempos! Otro vacío que no hace falta llenar.
Goonie. Debo volver a tu sitio. Te encontré después de la luna. Este mundo te permite espacios entre la luna y el cielo. Tú texto estaba allí. Y la imagen, aquella lágrima negra sobre un rostro de barro, no tiene lugar. Se merece un espacio propio.
Fumador, gracias por guardarme la espalda. Por esperar. Por llegar rápido. Por sacar tu espada en mi defensa.
Gracias a los tres. Ya he vuelto. Ya estoy aquí de nuevo. Pero Oviedo me empapa.