No es un buen momento para ser eremita, o ermitaño como dice la Real Academia de la Lengua. Los teléfonos móviles, las autovías, los coches o el correo electrónico nos hacen difícil estar solos. Quizá por esa razón Eugenio se fue a su pueblo, deseaba la soledad y la tranquilidad que en la ciudad se hacen casi imposible. Me dijeron que no había soportado los rigores de Villaescombros. Y que corrió hacia el silencio. Y se escondió.
El curso académico había comenzado de un modo un tanto especial, las reuniones de jóvenes interesados por los libros eran continuas, y yo estaba allí para disfrutarlo. Eugenio también participaba. Un chico extraño, un tipo especial. Sólo sé que lo conocí, desapareció y la vida siguió su curso.
En aquellas reuniones alguien debió hablarme de Escuela de Mandarines. No recuerdo quién fue. En esos meses intentaba descubrir escritores murcianos y, ante mis constantes preguntas, debieron contestar con este título. No sabía quién era Miguel Espinosa, y tampoco conocía la obra. Diciembre transcurrió con multitud de comentarios sobre el autor que me incitaban a conocerlo. Nadie lo había leído y, por supuesto, no podían prestarme el libro, pero todos decían conocer a alguien que había sido amigo suyo o vecino o que, al menos, lo había visto tomar café en el bar Santos.
Como nunca me gustaron los trabajos fáciles, me negué a entrar en la Biblioteca Regional y tomar el libro a cambió de un carné de lector. Tampoco quise utilizar internet para encontrar información de este escritor. Si tenía que encontrarlo, lo haría tarde o temprano. Seguí preguntando y el desierto se abría ante mí.
Eugenio no volvía por la ciudad. Pregunté por él. Estaba encerrado en casa, no salía a la calle. Vivía en Cañada de la Cruz. Busqué en el mapa su situación. Perdida entre las líneas de Murcia, Granada y Albacete aparecía el punto que la indicaba. Cogí el coche y me marché a visitarlo. No conocía el pueblo, ni la dirección, ni los apellidos de Eugenio. Para colmo, en el pueblo no hay cobertura para los teléfonos móviles. Un buen lugar para el retiro espiritual. Aparqué en la plaza del pueblo. Llamé a una señora que caminaba al sol de enero. Parecía no conocer a Eugenio. Luego pensó y me indicó una casa, en concreto, una casa con balcones en la calle Mayor. Allí vivía o se ocultaba del mundo.
Casi no lo podía reconocer cuando bajaba las escaleras que terminan junto al salón. La soledad y la tristeza le habían vencido. Salió de casa por primera vez en dos meses. Caminamos y se acabó el pueblo. Seguimos andando hacia el pantano. Hablamos de proyectos, de libros, de los poemas que no terminaban de llegar al papel. Todo era normal pero lento. Volvimos a su casa al mediodía. Nadie nos esperaba en el pueblo. El silencio me hizo pensar que sería un buen lugar para escribir una novela, pero no para superar una depresión. Comimos en su casa. Alfonsa, su madre, era la perfecta anfitriona. Una gran persona.
Al caer la tarde bajamos al tele-club. Hasta muy poco tiempo antes los vecinos se reunían a ver la televisión en aquel local. Ahora se había convertido en un centro social y en el punto de encuentro de los pocos jóvenes del pueblo. Sentado en uno de los muros estaba David. Estudiante de historia, contaba alguna aventura sobre las chicas que había conocido en la biblioteca de la universidad. Parecía un tipo como cualquier otro, y continuamos con las banalidades que llenan las conversaciones. Hablando con él me sorprendí al saber que estaba retirado en el pueblo, estudiando, rodeado de libros, incluso pude escuchar algunas expresiones muy poco comunes en el lenguaje oral. Supuse que hacía mucho tiempo que no hablaba con nadie y que los libros habían ganado espacio a los amigos.
Al despedirme de David recordé la imagen del eremita. Le pregunté si sabía quién era Miguel Espinosa. Me sonrió y dijo que sí. Le expliqué mi búsqueda de Escuela de Mandarines. Al decirle que no quería encontrarme con el autor en una biblioteca pública, se levantó y me pidió que le acompañara. Subimos a la calle Mayor, entró en la única tienda de comestibles del pueblo. Era de la familia. Salió con una llave y abrió una puerta de la otra acera. Una casa vieja que tenía una cocina y una habitación al fondo. Me presentó aquel lugar como su refugio. Se perdió en la habitación y buscó entre los armarios. Salió sonriente. Un libro blanco, con una lechuza en su portada. Era Escuela de Mandarines. Estaba oculta en una casa perdida en un pueblo olvidado de Murcia. Ahora sabía que el libro existía, y también existían los eremitas.
Cogí el libro con el miedo del que cree que el sueño va a acabar pronto. Lo revisé, toqué sus páginas y olí el papel. Me parecía increíble tenerlo en las manos. Yo no conocía a David lo suficiente para pedirle prestado el libro. Era la primera vez que visitaba el pueblo y a él lo había conocido unos minutos antes. Tenía que aceptar que el libro estaba y permanecería en aquella habitación encerrado. Se lo devolví y hablamos sobre él. Cuando me disponía a salir de la casa, David me dijo que se me olvidaba algo, me ofreció la obra con una sonrisa. Me excusé diciendo que no sabía cuándo volvería al pueblo y que no podía tomarlo prestado. Nunca me gustó privar a nadie de la compañía de sus libros más tiempo del necesario. Entonces él volvió a sonreír. No me tendía el libro como un préstamo, me lo estaba regalando. El sueño se convertía en realidad. Negué el ofrecimiento un par de veces, pero con la voz muy baja, para no confirmar lo que decían mis palabras. Eugenio me miraba extrañado, sin comprender la cara de asombro cuando lo cogí y lo guardé en la mochila para ocultarlo de miradas indiscretas. Para mi era un tesoro, para ellos era sólo un regalo. Tuve miedo de que el libro desapareciese o me lo robaran.
Cuando regresaba de aquella visita, mientras conducía el coche de vuelta a casa, supe que Miguel Espinosa me estaba esperando en Cañada de
Al final el boca a boca es el mejor aval para un libro.Recuerdo el Asklepiios que compré (ese aún se edita) por tu recomendación. Realmente es un libro interesante. A ver si entras en el contenido de "Círculo de mandarines", una vez que has explicado como llegó a tus manos.
ResponderEliminarMe alegro si en algún momento te recomendé el Asklepios. En cuanto al contenido te diré la verdad: no me atrevo. Le tengo un respeto patológico a este libro. Algún día, cuando lo relea entero lo comentaré. De cualquier modo, la universidad, la sociedad y la literatura sigue ocupada por los mandarines. Incluso yo he sido acusado de ser un aspirante a mandarín. Bueno, dejemos que cada uno piense lo que quiera.
ResponderEliminarUn abrazo y mantengamos viva la llama de Espinosa
el autor del texto
tienes que llevarme un día a caña la cruz al tele club. Eso si tiene que ser una buena experiencia. un saludo.
ResponderEliminarhombre bellota
El teleclub de Cañada tiene vistas a un inmenso llano, como si quisiera abrir un horizonte para el pueblo. Está al final de una carretera, último reducto, tras el Entredicho. Después queda el camino hacia lugares perdidos: El mosquito de arriba y abajo te pondría como ejemplo. Pero en verano, el teleclub se despereza y recibe una lluvia de amigos que se dejan llevar hacia el pasado. Amigos como Uge, David, Germán, Angel y tantos otros. Yo me siento en el teleclub, en la puesta del teleclub, como en casa. Por allí se han hecho migas y conciertos, ya de madrugada, han habido apasinados besos y mandíbulas dislocadas, un FIC (festival independiente de cañada) y algunas conversaciones. Me encantaría llevar a todo el mundo allí. A tí también, hombre bellota. A tí y a todo el grupo. Cañada huele a vosotros. Gente sencilla, grande, inteligente y amiga. ¡Qué placer tener el teleclub y poder hablar con vosotros!
ResponderEliminarUn abrazo y una promesa.
Visitar Cañada y el teleclub.
Una sorpresa todo lo que cuentas... Te leeré más e iré viendo cómo debo leerte, si irónica o literalmente. En cualquier caso está muy bien que hables de ese libro, seguramente uno de los mejores de los 70. Saludos
ResponderEliminarEastriver, encontrarás textos distintos en el blog ya que somos varios trabajando en el proyecto. El que suscribe el texto es admirador de Espinosa y éste es el modo en que la novela llegó a mis manos.
ResponderEliminarYo también creo que es una gran novela, no me gusta poner gradaciones. Su impacto es muy grande en el lector, el lenguaje es (casi) perfecto y sus reflexiones magistrales. Creo que es un lujo que el autor nos regalase esta obra.
Te agradezco el interés por el blog y siento no poder responder al otro comentario: el artículo no es mío.